Discurso de la sierva de Dios María Esperanza de Bianchini
Iglesia Santa María
Domingo, 24 de septiembre de 2000
Hermanos, mi Madre Santísima me ha traído aquí, es ella María la que me ha tomado de la mano para que viniese a compartir con vosotros la Santa Misa y recibir al Señor y me siento conmovida al ver a este Pueblo de Dios, pueblo nuestro, un pueblo que ama y siente a su Maestro Jesús, siente a sus sacerdotes, a sus religiosas, se sienten todos entre hermanos todos unidos en un solo corazón, un corazón que late, se conmueve y siente en su seno materno de la Virgen el amor de su Hijo Jesús, Jesús entre nosotros vivo y palpitante con una amor sublime, infinito, tierno, generoso, compasivo y es para darnos a entender que Él convive entre nosotros de la manera más natural; no es un Jesús inalcanzable, es un Jesús que vive y que palpita en nuestros corazones que nos llama a la oración, a la meditación, a la penitencia, a la Eucaristía.
La Eucaristía, la Hostia Consagrada, que es nuestro alimento debe ser un alimento diario, hermanos. La Comunión es lo más sagrado y más grande que tenemos. Eso vengo yo a decirles a todas las madres que la reciban, que sus hijos la reciban, su esposo, sus seres queridos porque allí está la base de toda nuestra vida espiritual.
Es aquí, pues, que la vida es un sentimiento puro que traspasa mi corazón de una alegría infinita, tierna, generosa y compasiva. Les vengo a ofrecer el Corazón de una Madre, una Madre que ama y siente a sus hermanos, a sus hijos, a todos cuanto acuden a ella, esa Madre es María, la Madre de Dios. Amen a María, sigan a María, sean humildes, hermanos, sean muy humildes, muy generosos, compasivos y especialmente… un deseo de recibir al Señor cada día.
Estoy aquí para llamarlos a la Comunión diaria. La Comunión es el alimento maravilloso que da vida al ser humano… Comunión, la Hostia Santa consagrada en el altar por nuestros sacerdotes; son los únicos que tienen el derecho de entregárnoslas, de dárnoslas, de alimentarnos con ella.
Entonces, hermanos, Pueblo de Dios, pueblo de Cristo, pueblo de María, pueblo del patriarca San José, aquí estamos todos unidos en un solo corazón, un corazón que palpita y que siente a su Jesús. Jesús está esta noche aquí vestido de fiesta, de alegría, de espontaneidad y con una naturalidad tan sencilla, tan simple que me acongoja el corazón, siento que mi corazón late precipitadamente porque Él está aquí, Él ha venido esta noche así como ha venido en la Eucaristía, así Él está entre nosotros.
Pídanle lo que quieran, Él escuchará sus peticiones junto con la Santísima Virgen María Virgen y Madre de la Iglesia, María Madre nuestra que nos lleva de la mano, que nos conduce, que nos alienta, que nos da vida sobrenatural porque María es la Madre de Jesús, pero es nuestra Madre también que viene, que nos conduce hacia la luz del nuevo amanecer de Jesús; y digo nuevo amanecer, porque tendremos grandes sorpresas en el mundo por eso tenemos que recogernos en oración, en meditación, en penitencia, en Eucaristía. Lo vuelvo a repetir, lo repito porque en realidad sé que en estos momentos es lo que nos conviene: todos a aunar fuerzas para poder combatir contra aquello que no está en la línea correcta, contra aquéllos… especialmente los que viven mal, que viven una vida deshonesta. Debemos salvar a éstos.
Sí, hermanos, el Señor convive entre nosotros de la manera más natural, Él no es un Señor que está muy alto, no, que no lo podemos alcanzar. Jesús está aquí presente en sus almas, en sus mentes, en sus conciencias, en sus espíritus, Jesús palpita y nos viene a buscar para enseñarnos a vivir el Evangelio.
Evangelización necesitan estos tiempos y esa es mi preocupación continua que los niños no vayan creciendo tristes, apagados, porque no tengan un padre, una madre que se ocupe de enseñarles las Leyes divinas de la Iglesia. Tenemos que enseñar a nuestros hijos, que sepan convivir, a reflexionar y a buscar el sí mismos ese el Corazón vivo de Jesucristo que palpita en cada corazón, el Corazón vivo de Jesús
Sí, hermanos, no esperen de mí grandes discursos, no hijos, soy una madre de familia que lo que desea es avivar la fe en los corazones y hacer de ustedes puntales de luz en el mundo para abrir rutas y caminos a los que vienen detrás: los que crecen, los niños, los jóvenes que se convertirán en hombres y mujeres para avivar esa fe en sus hogares, en sus familias. Hermanos, la oración es el puntal de luz que ilumina al hombre en medio de la oscuridad de la noche. Orad, orad. Oración, meditación, penitencia, Eucaristía. Les repito esas cuatro cosas porque es lo más grande que pueden encontrar, recibir. Los tiempos están verdaderamente haciéndose difíciles, hay muchos que no creen, que no han concientizado realmente la bondad del Señor en estos tiempos.
Cuando la Virgen se me apareció en Betania yo sentía que moría, que yo una mujer-madre con hijos podría verla así de esa manera, y Ella me dijo: “Yo vengo para todas las madres del mundo, para todos los padres de familia, para todos los niños, para toda la juventud, vengo a buscarlos, vengo a regar la semilla del bien, de la virtud, de la caridad.”
Porque es caridad lo que tenemos que tener, caridad, caridad a manos llenas porque la caridad suaviza el corazón humano y la persona se realiza por el amor, porque es amor lo que necesitamos, mucho amor, una conciencia exacta de nuestros deberes y una guía espiritual. ¿Qué guía más grande que María? Sólo ella como Madre puede hacer bien las cosas, María la Santísima Virgen, la Madre de Jesús, la Madre nuestra. Es por ello amemos a María, apoyémonos en su seno materno, busquemos el consuelo que ella nos da.
Yo voy a orar por todos ustedes y estoy segura que la Virgen se hará sentir en sus almas, en sus mentes, en sus corazones, en sus familias, en sus hogares. Sentirán a María, su consuelo, su esperanza, ella será su refugio, un refugio donde se podrán recostar en su pecho y sentir el calor de una Madre que nos dice: “Santificaos por todos los medios. A sus familias santificadles.” La santificación de la familia es lo más grande, es lo más hermoso que puede lograr.
De tal manera, hermanos, que el Señor nos guarde y nos bendiga, nos muestre su rostro, tenga misericordia de nosotros y verdaderamente nos conceda la paz.
Y ahora me despido, porque no me siento bien, me da mucha vergüenza, pero tengo un gran dolor en el pecho, por eso me tengo que retirar y esperar unos minutos para poder hablar con ustedes.
Gracias, Padre, gracias por esta invitación, y agradezco a las almas que han venido a escuchar la Santa Misa para recibir al Señor, gracias a todos. Que Dios los bendiga. Gracias, Padre; gracias a todos los sacerdotes de la Santa Misa. ¡Qué hermoso estuvo todo! Dios los guarde y los bendiga el Señor.
(Aplausos.)
En el Nombre de mi Padre, Yo los bendigo, hijos míos;
en el nombre de mi Madre, Yo los curo del cuerpo y del alma
y los guardo aquí en mi Corazón, los guardaré, los guardaré,
los guardaré aquí en mi Corazón desde hoy y para siempre. Amén.
Que la paz sea con vosotros y que la luz del Espíritu Santo ilumine sus almas. Están en paz y en armonía con el mundo entero.
Gracias a todos, gracias.
(Aplausos.)