Discurso de la sierva de Dios María Esperanza de Bianchini
Casa parroquial de la Iglesia San Cayetano
Viernes, 9 de junio de 2000
Gracias, Padre.
La esperanza en mi corazón… porque verdaderamente me hacen feliz estos momentos con usted, con este Pueblo de Dios, el Pueblo de Dios. El Pueblo de Dios es nuestra esperanza.
Nuestro Pueblo de Dios tiene que prepararse por último, de verdad, porque los tiempos apremian, los días pasan, tenemos que estar en condiciones verdaderamente de poder continuar nuestra labor de conocimiento divino; y digo conocimiento divino, porque Jesús convive entre nosotros, el Señor está con nosotros y Jesús nos viene a preparar en estos tiempos, a derramar todas sus gracias, su sabiduría dándonos entendimiento, voluntad, fuerza de voluntad y un gran deseo de hacer el bien, un gran deseo de amar a nuestros hermanos, de ayudarlos, de darles nuestro cariño, nuestra consideración, nuestro afecto, nuestros deseos de que salgan adelante los muchachos, los jóvenes.
Yo quiero mucho a los jóvenes, yo tengo a un grupo muy grande de jóvenes, muchísimos jóvenes, muchos muchachos jóvenes que están al pie de la Cruz, allí con Jesús, con María recordando aquella hora cuando el Señor se despidió de todos sus apóstoles, de su Madre Santísima, viviendo aquellos días que vivieron en Jerusalén, sus últimos días.
- Cuánto sufriste, Señor.
Qué hermosa es su vida, no hay otra vida como la de Cristo, es el Hijo de Dios y es el más grande de todos los grandes y tan suave, tan tierno, tan generoso, tan compasivo y humilde que se presenta.
- Oh Jesús, nos vienes a salvar de nuevo. Tu pueblo te invoca; ven, Jesús. Gracias te damos por los beneficios a nuestras almas… en esta noche con esa Santa Misa tan hermosa, tan grande, nos alimentaste con Tu Cuerpo Místico. Gracias, Señor.
Y gracias a todo este Pueblo de Dios.
Somos Pueblo de Dios, un pueblo que ansía la verdad, el conocimiento, el amor, la paz, la serenidad, la alegría del vivir diario, un pueblo que quiere y está tratando de mejorar su vida interior. Vamos a mejorar esa vida, tenemos que mejorar nuestra vida interior, la que llevamos por dentro, mejorar cada día más y más comprendiendo a nuestros hermanos, valorando lo que son y sacudiendo las trazas de pecado que tengamos, porque el pecado está siempre delante del hombre o de la mujer.
A veces los muchachos jóvenes, son jóvenes y creen que hay que liberarnos de las cadenas, del mal yugo – ya ustedes saben quién es – que agota las almas especialmente la de los jóvenes, pero surge la Virgen con su calor humano de Madre para salvarnos, salvarnos a todos, especialmente a los muchachos, a los jóvenes.
Yo amo mucho a la juventud, yo he estado rodeada toda la vida de juventud. Y esta juventud armoniosa que estudie, que aprenda, que reconozca la sencillez y la humildad del paciente que está cerca de Dios y que Dios nos está curando. Son pacientes los jóvenes, pacientes de Jesús, pacientes enfermos suyos y esos hijos hay que curarlos, hay que sanarlos con nuestra buena voluntad, con nuestros buenos deseos.
Las madres… ¡Qué grandes son las madres! La madre es lo más hermoso que tenemos, la madre es la vida, la Madre de Dios y la Madre nuestra, nuestras madres. Hay que amar las madres, prodigar las madres, darles cariño porque uno ya con los años va decayendo en tristeza por los problemas de la vida y las angustias que se han vivido, entonces llega un momento en que uno se siente decaído, tiene los años, el corazón se entristece mucho.
Entonces, yo diría: Muchachos, jóvenes, amen a sus padres, amen a sus madres; sus padres que trabajan para brindarle sus casas, sus hogares aliviando las necesidades diarias; y las madres que trabajan en su casa dándoles el calor humano de ese corazón que lo da todo por su hijo. Ya ven a la Virgen María cómo dio su Corazón a su Hijo cuando lo llevó en sus brazos, cómo le prodigó de amor en sus últimos días.
- Oh María, Oh Madre de Jesús, qué amor grande, María, qué humildad la tuya tan hermosa, qué faz la tuya tan bella, Madre. Aquí te presento, Madre, a estos muchachos jóvenes para que recorran el camino contigo, los lleves de la mano, los conduzcas; y que Jesús se adelante para alinearlos, conducirlos, educarlos, reafirmar sus pasos en el camino de la luz, del conocimiento divino.
Bueno, hermanos, el Señor nos quiere salvar, estamos en momentos muy críticos y difíciles en la humanidad, es un momento difícil, pero un gran momento también siempre y cuando nosotros seamos en la vida… mejorando nuestra vida interior y aceptar las personas no importa de dónde vengan ni cómo lleguen, lo importante es tenderles las manos.
No dejemos con la palabra en la boca a la persona que nos pide algo, nunca; una sonrisa, un: “Veremos qué voy a hacer por ti.” Pero nunca digan: “No.” Recuerden eso porque es como humillar a la persona, la persona se siente mal que le digan: “No, no puedo.” Nunca digan: “No.” Recuerden esto; una sonrisa, una palabra, algo que les llegue al corazón y que se sientan que están tomados en consideración, que nadie los desprecia.
Les digo esto porque por mi vida han pasado tantos seres, miles, ustedes no tienen una idea y cuando llegan así tan tristes y tan llenos de dolor yo lo que siento es ganas de llorar, pero me hago la fuerte y le digo: Pasa, hijo mío, no te preocupes que el Señor te va a ayudar. Y realmente las almas que me han llegado… nadie se ha ido triste porque el Señor me ha escuchado y han podido superar la prueba, entonces, háganlo ustedes también; cuando alguien les pida algo, si no pueden en ese momento… “Bien, bueno pues, vamos a ver, deja ver qué consigo.” Pero nunca, nunca digan: “No.” Porque esta pobre gente se siente tan triste.
Son cosas que me van llegando de personas que las desprecian. No deben hacer eso, nunca digan: “No.” “Sí, voy a ver cómo hago, veremos.” Pero no digan: “No, no puedo.” No; siempre podemos dar algo: una mirada, una palabra a tiempo, un consuelo, una esperanza, una ilusión; nunca dejemos a las personas con la boca abierta así… y que le digan: “No.” Nunca lo hagan.
Esto se los digo por experiencia porque he visto tanto en la vida, tantos seres se han cruzado en mi vida, son tantos que a veces digo yo: No sé cómo yo he podido manejar a tanta gente, no manejarla, pero sí, pues, que yo pueda haber superado tantas pruebas de tantos seres tristes y desolados en el mundo que no tienen con quién contar.
Entonces, yo diría, que desde esta noche todo los que me están escuchando van a ser muy suaves, muy tiernos y misericordiosos con sus hermanos con un corazón abierto a la gracia del Espíritu Santo, con una mente abierta para que entre esa luz, la luz del conocimiento divino, la luz del amor de Jesús.
Jesús… no hubo nadie que se acercara a Él sin que Él tendiera una mano, nunca, nunca dejó a nadie con las manos tendidas, siempre bendijo las multitudes, aconsejó al que pudo, dio su vida – ¿Qué más? – para que nosotros naciéramos y viviéramos bajo su calor, su llama, su fuego de su Corazón.
Él va a tocar los corazones; la llama suya está encendida y ustedes lo van a sentir en estos días, recuerden esto, una llama, un fuego, algo diferente… su mente… un cambio, un cambio enorme, un cambio que ustedes mismos van a sorprenderse. Hijos míos, yo no soy nada, pero yo sé que Jesús… Él convive entre nosotros y como convive va a ir a cada familia suya, a sus casas los va a visitar. Estén presentes en sus casas, procuren estar en las horas que ustedes pueden saber, pues, así como una esperanza, como una ilusión, como diciendo: “Jesús, te esperamos.” Lo van a sentir; ustedes dirán: “¿Cómo es eso?” Ustedes se van a dar cuenta.
El Señor es tan sencillo, tan humilde, tan generoso, tan compasivo que Él llega, toca a las puertas nuestras y se hace sentir de una manera… en distintas formas, es tan suave, tan tierno, tan generoso, tan compasivo, tan humilde, tan sencillo que vibra en nuestras almas de tal manera que sentimos que realmente Él convive entre nosotros. Jesús está vivo y palpitante, vivo en la Eucaristía.
Reciban la Eucaristía cada día, cada mañana, cada tarde; ese es mi amor más grande,
- Señor, si no me dieras ese alimento, ¿cómo viviría yo? No podría vivir sin la Eucaristía.
Es por ello que les pido: Vivan la Eucaristía, vivan la Santa Misa y a Jesús recíbanlo. Esto es lo que urge en este momento, si todos recibiéramos al Señor todos los días seríamos los seres más felices del mundo, y aquéllos que por alguna razón no pueden, vayan entonces a la Iglesia, vayan a la Misa, a la Santa Misa. Es que la Comunión alimenta, nos hace fuertes, firmes, decididos, compasivos con todo el mundo, alegres, felices; la tristeza se acerca, pero se aleja porque no puede con nosotros siempre y cuando tengamos ese corazón abierto a la gracia de Dios, a la gracia suya, a la gracia de María, mi Madre Santísima, la humildad de María, la fe de María, esa fe tan grande al pie de la Cruz viendo a su Hijo allí entre dos ladrones y ella tan triste y tan adolorida; sin embargo, con aquel valor hasta el final con su Hijo, se entregó a su Hijo y Él a su Padre. Piensen un momento en ello, fue algo tan difícil para ella, sin embargo, María tuvo el valor suficiente para después recibirlo en sus brazos.
Entonces, yo diría, hermanos, vamos a vivir una vida auténtica cristiana; esa es mi invitación.
De mí no esperen grandes discursos ni grandes cosas, no; es la mujer de casa, de todos los días, que va, que viene, que anda, que viaja, que va por todas partes. Mi vida ha sido fuerte, no crean que estos viajes… eso es fuerte… a Palestina, por el mundo, he recorrido todo y, sin embargo, cada día el Señor me da más voluntad, más fuerza de voluntad. Mi salud no es que está muy bien, en cualquier momento me puedo… pero yo voy adelante, por eso es que me está dando… bueno, unas cosas y el médico me dice: “Cuídate.” El Señor me cuida, me va llevando, y me va llevando y yo sigo con Él.
De tal manera que yo los invito en su casa a reunirse las familias con sus hijos los sábados, los domingos, un día que estén desocupados ir a su almuerzo, su comida o su cena, como quieran, y el padre que hable, la madre que hable, después los hijos; así es que se educan a los hijos, así es que los muchachos se encuentran y aman a sus padres. Porque ahorita yo veo una gran división, la mayoría de las personas están así que los hijos van por un lado, las mujeres por otro y los hombres por otro lado, no.
La familia es sagrada, el santo lazo del matrimonio es lo más perfecto que existe, es la unión de dos almas que Dios trajo al mundo y esas almas han tenido hijos y esos hijos tienen que ser modelo de esos padres porque se unieron como debería ser. Entonces, yo diría, recójanse, tengan un día en la semana en que se reúne la familia, se los pido, por favor. Ustedes no saben cómo van a ganar gracias. Reúnase la familia una vez a la semana, el sábado o el domingo, pero escojan un día para que así ustedes experimenten algo nuevo, algo que ustedes mismos van a decir: “No es posible, no, Señor, no es posible esto.” Es un cambio total. Esto es miles de familias, miles de seres, no son cuatro personas, esto es mucha gente, eso no se ve aquí, pero eso es mucha gente, son millares, miles de personas, familias que no podían ni verse el uno al otro y han vuelto otra vez y son los seres más felices de la Tierra.
Entonces, yo diría, en este momento nuestra madre la Iglesia está haciendo tanto, ha hecho tanto, Dios mío, y todavía el mundo no acaba de terminar de seguir los pasos de Jesús, seguir sus pasos, de ese humilde hombre que lo dio todo, que dio su vida para salvarnos y resucitó a los tres días para seguir donándonos su yugo amoroso. Amemos a Jesús, sigámoslo a Él, al Patriarca San José, protector de las familias. San José es el benefactor del que trabaja ciertamente para levantar sus casas; ustedes los padres, imiten a San José, amen mucho a San José; amen a la Virgen; amen a Jesús; tengan a la Sagrada Familia en su casa, en su hogar para que ustedes vean que cambia todo el panorama. Ustedes dirán: “No, ¿pero cómo va a ser eso?” Háganlo.
Fíjense, hubiera podido dar otro discurso, otra cosa, pero yo he sentido en esta noche que es abrigar a la familia, unir a la familia, amarse los unos con los otros y reunirse en comunidades religiosas, muchas comunidades. Hay mucho nacimiento de comunidades, pero hay que unirse las familias más que todo, la familia. “Mi familia, yo defiendo a mi familia.” Tenemos que defender a nuestra familia. ¿Por qué? Porque las niñas a veces se pierden y no saben… ha sido un fracaso. ¿Por qué? Porque no estuvo bajo el ala, bajo la protección de su madre, sí, su madre la protegía, pero la hija se le iba. ¿Por qué? Porque no le dio desde pequeña ni a los 14, 15 años la formación debida – perdónenme – pero es necesario recoger los hijos, seguir los hijos; no dejarlos por su cuenta que vayan a la droga, que vayan a hacer cosas indebidas; tenemos que seguirlos.
Éste es mi apuro porque yo siento que están llegando momentos cruciales en el mundo y necesitamos, pues, detener el mal que nos puede agobiar, que nos puede hacer daño. Estamos deteniendo las fuerzas contrarias, estamos deteniendo al enemigo, estamos deteniendo los malos pasos de quienes pueden atacarnos nuestra fe, nuestra religión católica, nuestro Santo Padre el Papa, Juan Pablo II que es un santo varón; cómo ha trabajado, cómo está trabajando, cómo está dando su vida y se está muriendo de pie firme como un soldado, un soldado único en la historia de la Iglesia.
Les voy a decir: Amen a ese Papa, pidan por él, él es un santo varón verdadero, un alma muy especial, muy dulce, muy sencillo, muy comprensivo, muy humano. Yo lo admiro mucho. La humildad es el puente de cristal que nos lleva al cielo; y así vemos al Papa que se está yendo como un humilde labrador que ha labrado la tierra – sí – y el corazón de los hombres para aquilatar la fe. Que haya una buena convivencia de familias, de seres que se levanten para seguirlo, para amarlo, para que se establezca en el mundo la unidad, la fraternidad que es la riqueza del hombre de hoy día y que debe ser el yugo amoroso de toda la familia que se ama, que se quiere, que se contentan con el bien de los demás, con el bien de su misma familia.
Entonces, Padre, usted está haciendo aquí una labor grandísima en la parroquia alentando a la gente, ayudándolos a crecer con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad – eso es maravilloso – y también en sus estudios a algunos, los muchachos en sus cantos, son cosas tan bellas y tan sentidas que llegan al corazón. A mí me llega eso muchísimo cuando yo veo a los muchachos que cantan, que se reúnen, que están con su párroco, que están con su gente; en fin, que no es una cosa que tú estás allá y yo aquí, estamos todos unidos en un solo sentir, en un solo amaos, un solo querer, una vida, la vida de Dios en nosotros. Yo lo felicito verdaderamente, esto ha sido una gran obra, usted está recogiendo almas; lo felicito por su humildad, por su paciencia, por su gran entendimiento. Se necesita ser muy suave. Demos gracias a Dios. Hay que reunir a la gente, yo sé que las están reuniendo, pero reunirlos para la formación de las personas en las familias y cada uno toma la palabra, el padre, la madre, el otro porque así usted va viendo qué es lo que tiene en la mano. Eso es lo que hacemos nosotros y es mucha gente, óyeme, a mí se me han convertido hasta hebreos, eso no se convierten nunca, aquí ha habido de todo conmigo, gente que era… y son otras personas. Con mucha humildad, eso sí, no echándoselas uno que sabe, no, no, no sabemos nada, pero es el cariño, es la consideración, es el respeto, es la manera de ser de a cada uno darle lo que vale; que fulano tiene tal cosa buena, hay que reconocerlo, no vamos a decirle que no; hay que llevarle la corriente a las personas y tratar de ubicarlas a cada una en su lugar con mucha paz, con mucha serenidad, con mucho amor.
Eso es lo que yo quiero, yo deseo que ustedes en verdad amen a esta parroquia, esta parroquia es maravillosa, esta parroquia, diría yo, en este momento… aquí hay muchas parroquias bellísimas y hermosísimas pero, yo diría, que ésta es una parroquia del Pueblo de Dios, una parroquia donde todos se conocen, todos se aman, todos se quieren, todos se ven; no serán todos porque todos no vendrán todos los días, pero sí se encuentran muchos y ello ayuda a los demás a seguir el camino de la luz que conduce a Monte Sión. En Monte Sión hay las gracias más grandes, sigan a ese Monte Sión, porque allí está la verdad de un gran día poderoso. “Jerusalén, Jerusalén, Jerusalén, cuánto te amo, cuántas veces me has visto pasar, y volver y he de venir otra vez.”
Yo espero la conversión de todos, la conversión del mundo, la conversión del hombre. ¿Cómo se convierte el hombre? Por la gracia del Espíritu Santo que rejuvenece, reafirma, enternece el corazón del hombre. Pídanle mucho al Espíritu Santo.
Yo sé que ustedes van a recibir una visita en sus hogares, – recuerden esto – no sé cómo va a ser, pero ustedes lo van a sentir, que hay algo nuevo, que hay algo que ustedes no tenían antes y es esta noche si Dios quiere y la Virgen, porque la Virgen es tan humilde, tan sencilla y tan pura, es la Purísima Virgen María, la Madre de Dios, María de Nazaret, María la humilde niña de Jerusalén que pasó el dolor más grande de su vida: Ver a su Hijo con los brazos extendidos en la Cruz. Es ella, María, que quiere que el mundo se salve, que la familia crezca, que las familias se amen, se soporten, se quieran, que todo el mundo tenga su trabajo, tenga algo que hacer, que no se viva así a la loca sin tener un rumbo… el rumbo que conduce a nuestra madre la Iglesia católica, apostólica, romana, universal; nuestra Iglesia católica.
Amemos a esa Iglesia santa. Yo amo a todas las iglesias del mundo, las religiones las amo a todas, porque somos hermanos por Dios; Dios los ama a todos y tenemos que amar a todos los hermanos, perdonar los hermanos y pedir por todos; no señalar: “Tú eres esto, tú eres lo otro.” No, no, no. Si hubiese ese amor verdadero en el mundo no habría tantos dolores ni tantas guerras, tantas tragedias que suceden. Tenemos que amarnos, conocernos mejor. No den nunca una opinión de una persona si tú no la conoces en verdad… lo que vale esa persona o lo que es esa persona, nunca. No den juicios temerarios, no hablen de eso. “No, esa gente…” Hay que perdonar, hay que ayudar a vivir el Evangelio, a levantar las familias.
Yo no sé, yo me preocupo tanto por las familias porque veo que nuestro pueblo, ¡ay!, sufre tanto y los pobres no tienen la culpa de los errores que cometen porque no han tenido una dirección, pero yo creo que de ahora en adelante, el mundo va a cambiar; y todos ustedes que están aquí cuando pasen los años ustedes se van a dar cuenta de que esta noche no fue una noche en vano, sino una noche que valió vivirla. Recuerden esto, hijos.
Y les voy a decir otra cosa: Tienen aquí a un hijo de Dios, un señor que lo da todo por ustedes diciendo la Santa Misa, bendiciéndolos a todos, protegiéndolos, ayudando a los muchachos: “¿Qué quieres? ¿Qué necesitas? Vamos a hacer esto.” Son cosas tan bellas, tan dulces, tan suaves, tan tiernas, tan generosas, tan compasivas que yo digo: Dios mío, tú tienes santos sacerdotes de verdad. Yo lo felicito, Padre, sea siempre así muy humilde, con mucha humildad. La humildad es lo más hermoso que tenemos, la humildad toca los corazones, la humildad es la generosidad de Cristo, es la compañía hermosa de María y la placidez de San José… Sagrada Familia.
Amen a la Sagrada Familia y recíbanme al Señor, por favor. Que alguno no puede recibirlo, bueno, háblense con su sacerdote que él los va a aconsejar, les va a decir lo que tienen que hacer, porque él tiene mucho talento, él tiene sabiduría, tiene el don del entendimiento, un don muy hermoso: entender las cosas antes de que se las digan, ya usted, ya…
De tal manera que yo diría, no olvidaré nunca a esta parroquia, no la olvidaré nunca porque toda esta gente que está aquí yo sé que han dejado todas sus cosas, sus familias y todo, que han venido con mucho amor, con mucha consideración, mucho respeto; y el respeto es la base primordial. Yo no le pido a la gente que me quiera, sino que me respete, yo pido nada… respeto, eso sí.
Entonces, yo voy a decirles una cosa: Desde mañana al levantarse invoquen al Señor, no dejen de invocarlo al levantarse de la cama, si es posible se arrodillan… el que pueda, no voy a decirles: Hagan esto o lo otro; pero sí, inmediatamente alzar los ojos al cielo:
- Padre, alzo mis ojos al cielo y no hago otra cosa que mirarte y sentir tu presencia entre nosotros, en este nuevo día de tu amanecer nos consagramos en Jesús, María, José. Danos, Señor, la paz en nuestras familias y que podamos vivir vida sobrenatural, vida auténtica cristiana, vida de los hijos de Dios. Amén.
Y eso queda plasmado. No sé si me entiendan.
Yo podría hablar de otras cosas, de otra forma, pero yo he sentido en este momento que no puedo estar con cosas porque yo digo que la sencillez y la humildad son lo más hermoso de las personas, cada cual tiene su Dios y ama a su Dios, pero yo quiero que ese Dios me lo coloquen en el altar mayor; todos tenemos a nuestro Dios, vamos a colocarlo en el altar mayor donde está la Eucaristía, donde está el Santísimo Sacramento del altar para que desde allí Él ilumine al mundo, ilumine a todos los hombres de la Tierra, ilumine los corazones, las mentes de los hombres, de los sabios para que hagan las obras muy bien, los que tengan un don que se les desarrolle para hacer el bien a todos sus hermanos, recoger a los muchachos, hay que aliviar las cargas, hay que salvar a los jóvenes.
Yo me preocupo mucho por los muchachos, por los jóvenes, yo tengo muchos jóvenes, pero me gusta, pues, que esos jóvenes sirvan de enseñanza a los que vienen detrás, a los que crecen y aunar fuerzas para conquistar más jóvenes al servicio de nuestra madre la Iglesia.
Nuestra madre la Iglesia es lo más grande que tenemos. La madre la Iglesia… Cuando yo digo la madre la Iglesia es como si estuviera diciendo: “Aquí estoy, aquí estoy, aquí estoy.” Entonces, como dije de la Santa Misa, se los vuelo a repetir, si no fuera por la Santa Misa y la Comunión diaria yo no podría vivir, ya yo me hubiera muerto, ya me han dicho… y me ha vuelto a la vida.
- Hágase en mí, Señor, según tu voluntad… a la hora que Tú me quieras, para lo que me quieras; en mi vida, hágase tu voluntad y mis ojos los cerraré en el momento preciso que Tú me llames.
Entonces, yo les diría a ustedes, yo vengo a luchar por la familia, no es por decir que… no, es la familia, la familia es sagrada, la familia es la familia de Dios, no tiene derecho a sufrir tanto… a vivir mejor, no a vivir como locos que se van de la casa, dejó a la otra botada y los hijos van a hacer locuras. Hay que perdonar y reafirmar la confianza en su Señor.
Y ahora, debo decirle también a usted, Padre: A ganar muchachos, jóvenes para enseñarles lo que es vivir la vida; y a darles sus pláticas, usted. Yo sé que usted lo hace, pero tiene que hacerlo más a menudo con un grupo fuerte, firme, decidido, compasivo; un grupo que valga la pena porque esos muchachos crecerán, serán los hombres del mañana y esos hombres del mañana necesitan estar en condiciones de poder afrontar cuántas cosas se pueden presentar en el camino de la vida y así ellos puedan dar de sí su contributo a la sociedad humana, porque nos tenemos que dar. No es que es un grupito nada más consentido, no, no; es todo el mundo: ricos, pobres; feos, bonitos; como sea negros, blancos… no importa de dónde vengan ni cómo lleguen lo importante es darle la mano, no decir: “No, éste no sirve.” No. Todo el mundo sirve, tenemos que servir todos.
Eso es lo que yo he sentido esta noche, yo iba a hablar de otra cosa, pero yo sentí que tenía que hablar sobre de este tema, de algo que me sale del corazón espontáneo, natural. A veces hablo mucho mejor, sino que yo siento que aquí, usted Padre, Dios lo ha llamado para cumplir una gran misión. Usted se va a acordar de mí. Dios me le tiene que dar la vida, vida sobrenatural. Voy a pedir vida sobrenatural para usted, yo pido: “Dame vida sobrenatural, Señor,” también, porque a veces me siento tan cansada, pero voy a pedir más por usted, muchísimo porque usted viene a cumplir una misión, usted debe estar viendo las cosas que le están pasando, las cosas que se van sucediendo… al ojo… lo comprendí sí, pero usted se calla, pero es que el Señor lo está llamando a gritos, no es una cosa fácil ni suave, es fuerte.
Yo creo que esta noche Dios me ha mandado, no sé, yo no soy nada, pero yo sé que sí, he venido en verdad porque me dio como algo en el corazón, yo sentí: “Sal de tu cama, ve a dar tu pan a los pobres y a los necesitados.”
Y veo su vida, en verdad, una vida tan bella, una vida tan hermosa, tan generosa, tan compasiva y, quizás, yo esté haciendo todo esto para que todos se salven, se salven los jóvenes, no cometan errores, que tenga cada uno para vivir con su trabajo. Eso es fuerte, están buscando, buscando y no encuentran y empiezan a tomar, empiezan a beber y empiezan a hacer locuras; eso es lo que yo no quiero. Yo lo que deseo es el bienestar de todos.
Las madres háblenle a sus hijos, los padres háblenle a sus hijos, no dejen a los muchachos por su cuenta y si hay que aplicar sanciones se aplican suavemente, no tampoco haciéndoles daño, pues, pero sí diciéndoles las cosas y hablar con ellos. Sentarse con ellos a hablar y mirarlos a los ojos, ver cómo están, qué clase de relaciones tienen, qué amigos tienen para que no se pierdan, para que no se contaminen, para que no vayan a fracasar en la vida. Este es mi mensaje de esta noche.
- Señor, yo no sé, Tú has querido que sea más humilde; Señor, lo que Tú has querido; Señor, yo no quiero sino lo que Tú quieres.
Entonces, yo diría, me siento feliz, feliz porque cuando uno tiene un encuentro con el Pueblo de Dios y sabe que el Señor está allí presente, que está presente aquí, que Él quiere llamar a su Pueblo para que ese Pueblo sienta que Él los ama y que no están solos, que aunque no haya fuentes de trabajo muy grandes ni tengan muchas cosas, pero poquito a poco se va levantando el alma, el corazón, los sentimientos, la mente se abre a una nueva vida, o sea, con nuevas perspectivas y eso hace que surja la luz del Espíritu Santo para iluminarlo todo, todo lo que nos rodea… viene el Espíritu Santo y se posa y llega allí iluminando a los corazones, floreciendo los corazones y llenándolos de una constante de amar y dar lo mejor de ellos. Sí, por ello, los invito a la oración, a la meditación, a la penitencia, a la Eucaristía que son las bases primordiales del cristiano, del católico y aunar fuerzas entre todos amigos.
De aquí puede sacarse, Padre, algo muy grande reuniendo a toda esta gente, el que pueda, el que quiera; llamarlos a que se confiesen y el Señor va a hacer el resto. Yo creo que estoy cumpliendo un deber – porque si no lo decía – para que ellos tengan la seguridad y la certeza de que el Señor está y está con usted para avivar la llama en sus corazones, el fuego en el corazón, la luz del entendimiento de las razones por las cuales yo he venido ahora, aquí.
Otras veces yo hablo en otra forma, pero yo he sentido que tiene que ser así como una niña que habla y dice lo que siente, que no puedo estar buscando periquitos ni cositas, no, no, no. Yo siento que esto es otra cosa, o sea, que yo he venido, he sentido que es otra cosa que Dios me estaba pidiendo, no eran las palabras allá, sino lo más sencillo posible para aquilatar la fe en el corazón de los hombres, de las mujeres y de los niños que han venido en esta noche.
Los quiero mucho, me ha bastado en esta noche haber venido para darme cuenta de la belleza de lo que significa del Pueblo de Dios. El Pueblo de Dios es un pueblo ansioso de conocimiento, ansioso de verdad, ansioso de justicia, ansioso de amor, de vitalidad, de energía, de una vida nueva llena de esperanzas con un criterio bien formado, con una sensación de una delicia suave, tierna que se acerca a él y le dice: “Hijito mío, venid aquí a mi corazón, venid aquí, hijito.” Es María Nuestra Madre Celestial, que es María la que penetra en las conciencias por su Divino Hijo, por el Espíritu Santo para obrar milagros, milagros de amor.
Y pidan ustedes en esta hora y momento cualquier necesidad que tengan, hijos, cualquier pena o quebranto, cualquiera angustia, desilusión o tropiezo, o unos que no tengan fuentes de trabajo, o que el tiene un trabajo y está que no sabe si lo botan, lo que pase. Pídanle que se le va a conceder su milagro y no les va a faltar nada, van a tenerlo todo.
En el Nombre de mi Padre, Yo los bendigo, hijos míos;
en el nombre de mi Madre, Yo los curo del cuerpo y del alma
y los guardo aquí, en mi Corazón desde hoy, les guardaré,
les guardaré, les guardaré aquí, en mi Corazón desde hoy y para siempre. Amen.
Que la paz sea con vosotros y que la luz del Espíritu Santo ilumine sus almas. Están en paz y en armonía con el mundo entero.
Gracias a todos.
(Aplausos.)
Gracias, denle las gracias a mi Señor, a Jesús Sacramentado, el Cuerpo Místico de Cristo.
A cada cual Dios lo va a poner a pensar, cada cual va a pensar a su manera y el Señor dirá, pero estén seguros de que aumentará… mucha gente, mucha gente vendrá aquí a buscarlo para ayudarlo con la carga porque su carga es fuerte y tiene que seguir adelante porque Dios lo está llamando a algo muy especial. Usted no es una persona corriente, usted es una gran persona, hijo. Que Dios los bendiga, Padre, y bendígame usted a mí también.
(La Sra. María Esperanza le entrega una escultura de obsequio al Padre.)
Ésta es la Flor de Lis, yo sentí que yo tenía que traérsela a él.