Discurso de la sierva de Dios María Esperanza de Bianchini
Iglesia San Ignacio
Sábado, 6 de junio de 1998 7:30 p.m.
Buenas noches a todos.
- El Ángelus.
Mi Santísima Madre me ha traído de la mano para que tuviésemos este encuentro de amistad, de amor, de benevolencia con una caridad grande que representa el amor para que todos ustedes pudiesen comunicarse en este momento con mi Santísima Madre poniendo a sus pies todas sus necesidades, todas sus intenciones, todo cuanto lleven en sus corazones, diciéndole a Jesús:
- Cuerpo místico de Cristo, entra en mi corazón por siempre para nunca apartarme de Ti viviendo el Evangelio con la paz de los justos.
Observo, contemplo vuestros rostros y veo caridad, y benevolencia y gratitud a mi Madre, a Jesús en el altar… allí… Él expuesto en el sagrario, que en esta noche nos ha alimentado a todos, pudiendo estar en condiciones para recibirlo y que ese alimento fuese el alimento de esta noche, de mañana, de todos estos días, para siempre porque el Cuerpo de Cristo nos fortalece, nos llena de amor, de fe, de esperanza y caridad.
Las tres virtudes teologales que nos ayudan a discernir cuál es nuestra posición en la vida, cómo debemos vivirla y no es otra cosa: Debemos vivirla de acuerdo a la voluntad de Dios, de acuerdo a los principios de los mandamientos de la Ley de Dios, de acuerdo con esa madre la Iglesia.
Es la madre la Iglesia, diría yo, lo más grande que tenemos; una madre que vive entre nosotros, el Cuerpo místico de su Hijo nos alimenta, que hay sacerdotes que la representan y que nos modelan de acuerdo a la voluntad de Dios, enseñándonos en el confesionario el modo de vivir y así poder, nosotros, discernir realmente lo que tenemos que hacer y cómo vivir entre nuestros hermanos, hermanos de camino, especialmente con nuestras familias en nuestros hogares.
Qué hermoso es el hogar, qué hermosa es la familia, qué hermosos son nuestros hijos. Cómo nos llenamos nosotros: Tengo un hijo, un hijo que Dios me dio, tengo muchos hijos, los hijos que Él ha querido para adornar nuestra familia, todas las familias. Cada niño que va naciendo es un tesoro que Él nos entrega y ello es lo más grande que nos puede pasar.
Padres y madres, amen a sus hijos.
Hijos míos, mis pequeños, amen a sus padres. La familia debe vivir en comunidad, en una comunidad de amor con los deseos siempre de servirse uno al otro sin dividirse la familia, sin alejarse. Tenemos que vivir con una gran caridad y con un gran deseo de vivir el Evangelio; y digo de vivir el Evangelio, porque es lo más grande que tenemos, el Evangelio.
La evangelización, todos tenemos derecho a evangelizar. Los tiempos lo están pidiendo a gritos y nuestro Santo Padre, el Papa de Roma, nos ha concedido esta gracia a nosotros los seglares de ir en busca de nuestros hermanos sin importar de dónde vengan o cómo lleguen; vamos a encontrarnos. Lo importante es darnos las manos y que podamos vivir juntos el Evangelio; y digo Evangelio, porque es el aporte más grande que recibimos de esa madre la Iglesia. La evangelización nuestra, la evangelización de nuestros hermanos, especialmente de nuestros hermanos separados.
Todos somos hermanos por la Preciosísima Sangre de Jesucristo y esa Sangre corre todos los días, allí en los altares, su Cuerpo místico que es la Hostia Consagrada y el vino, el Vino Santo que es su Sangre, que la representa para alimentarnos. Qué alimento más grande nos ha dejado Jesús: su Cuerpo y su Sangre son vida suya que nosotros tomamos, si es posible cada día.
No se aparten de la Eucaristía, llévenla a sus hijos, hablen con ellos le digo a los padres, a las madres porque tenemos una gran responsabilidad con esas criaturas.
Tenemos que recoger a nuestros hijos, tenerlos a nuestro lado, no los dejemos solos, sigámosle sus pisadas para que ellos no vayan a tropezar en el camino y puedan sentirse solos, desolados en busca de a quién recurrir. Es por ello, no hay que llegar a ese punto de olvidarlos. No diría que los olviden, pero lo que pasa es que a veces los padres por su trabajo no entran en orden de ideas con respecto al seguimiento de los hijos, siguiéndoles. Los hijos son nuestro amor más grande en la vida, los hijos son nuestra sangre, nuestra vida, lo son todo.
Muchachos, jóvenes, hijos, sean buenos muchachos con sus padres, con sus madres. La madre, quizá, está preocupada por ti todo el día: ¿A dónde está mi hijo, a dónde fue, por qué no ha llegado? Sigámoslos, llevémoslos de la mano. No los podemos dejar con cualquiera, ya que es necesario seguirlos.
Y hablo de esto, acerca de los hijos a las madres y a los padres, porque es lo más importante en este momento en el mundo. ¿Cuántos hijos se pierden? Porque cuando un hijo deja a su familia y camina por un sendero que no es justo, esa familia queda desamparada. Entonces, tenemos nosotros que recogernos, unir fuerzas positivas para atraerlos; que no se distraigan en otras cosas que pueden hacerle daño a su alma, su corazón, su mente.
Vamos a abrir en esta noche rutas y caminos. La ruta es larga y hay caminos más bien cortos, no tan largos; vamos a tomar el camino corto para que en esta noche aquéllos que estén padeciendo por sus hijos piensen que los tendrán a su lado, que esos hijos retornarán y que aquéllos que se fueron vendrán dispuestos a disponerse a vivir vida auténtica cristiana, y aquéllos que han pensado irse, desde este momento… No lo hagan, hijos, porque van a sufrir. Cuando estén más formados, cuando sean hombres y puedan dar de sí su contributo a la vida del mundo, a sus hermanos… muy bien, pueden irse, pero aquéllos que todavía no han llegado a la edad madura, que es justa. Piensen: Mis padres son lo más grande que tengo. No los dejen.
Bueno, hermanos, el Señor convive entre nosotros, eso tenemos que verlo para sentirlo, convive en nuestras familias, convive en nuestros hogares, convive con todos sus sacerdotes y religiosas aquí en el sagrario. Él está atento a nuestras pisadas, las de todos sus hijos. El Señor convive entre nosotros – lo repito de nuevo – no lo vemos, pero lo palpamos realmente cuando tenemos una preocupación, Él está presente, vivo, palpitante, hermoso, bello, radiante, único.
Por ello, cumplamos con nuestros deberes con nuestras familias, en nuestros trabajos, en nuestras empresas, en nuestra labor diaria para que así la luz del Espíritu Santo ilumine nuestras almas, aquilate nuestra fe, nos dé el conocimiento de poder vivir en cónsona con nuestra madre la Iglesia.
La madre la Iglesia es lo más grande que tenemos – lo repito de nuevo como antes – porque tenemos que amar a nuestra madre la Iglesia y amar a todos nuestros hermanos de todas las razas, de todas las fe del mundo. No nos detengamos a pensar que él es esto o aquello, no. Ellos son nuestros hermanos, son nuestros amigos, son nuestros compañeros de camino. Sí, hermanos, no desperdiciemos el tiempo pensando cosas que no son las justas. Tenemos que aprender a vivir como hermanos por el amor de Jesús, por el amor de María, por el Patriarca San José, protector de las familias. Tenemos que ahuyentar de nosotros el temor, los miedos, los egoísmos, todas esas cosas tenemos que apartarlas. Tenemos que ser nobles y generosos, compasivos con nuestros hermanos, con la fidelidad del justo que ama y siente a su Dios, que ama y siente a su Iglesia, a esa madre la Iglesia.
Ya vemos a nuestro Pontífice, Juan Pablo II, yendo de un lugar a otro para abrazar a sus hijos, para comunicarles su corazón para que ese corazón lata al unísono con esos hijos, él nos está recogiendo a todos.
Es la hora del despertar de conciencias y poder dar nuestro contributo espiritual con la Iglesia, la madre la Iglesia. Amemos a esa Iglesia; y digo madre la Iglesia, porque ella es nuestro refugio en nuestra enfermedad, cuando tenemos nuestras faltas, cuando se va un miembro de la familia… vuela al cielo. Todo ello contribuye a que sepamos que tenemos que vivir en cónsona con los mandamientos de la Ley de Dios, viviendo el Evangelio, contribuyendo con nuestros hermanos de camino, alimentarlos con la fe que da vida, y quieran enrolarse en las filas del amaos.
“Amaos los unos a los otros”, hermanos, porque hermanos somos todos, todos somos hermanos. ¿Por qué? Por la Sangre Preciosísima de Jesús que se dio en una Cruz… abrió sus brazos… sus pies… su costado fue traspasado.
Qué dolor para una Madre, porque María recibió ese dolor, ella lo sufrió; ella fue traspasada por una espada. La Madre y el Hijo, qué hermoso es ver ese cuadro. María a sus plantas, a los pies de su Hijo muriendo, y cuando murió lo colocaron en sus brazos y allí ella derrama lágrimas que bañaron el Rostro de Jesús para iluminar al mundo, para llenarlo de luz, de fuerza constructiva para el hombre y de diálogo continuo entre los hombres de la Tierra.
Tenemos que dialogar con nuestros hermanos, con nuestros amigos, incluso con aquéllos que apenas conocemos, porque en la vida tenemos que ser humildes. La humildad es el puente de cristal que nos conduce al cielo, sin humildad no podemos hacer nada. Podemos ser muy talentosos, preparados o inteligentes, pero si no hay humildad no hay nada que podamos hacer.
Seamos humildes, generosos, compasivos con nuestros hermanos. Somos hermanos de camino, cada uno en su puesto, en su lugar, cumpliendo con sus deberes y haciendo el bien donde se le necesite. Somos compañeros de camino hacia la vida eterna que tenemos que ganar, ese cielo inmenso que nos espera, pero ello sí, tenemos que luchar y entregarnos definitivamente a quien nos necesite. Como ya dije antes, no importa, cómo lleguen tus hermanos, lo importante es que tú le extiendas las manos. Con una palabra a tiempo se puede salvar una persona, una persona que no sabe adonde ir.
No esperen de mí discursos, no. Es una mujer como cualquier madre, una madre de familia, pero que ama y siente a todos los seres del mundo porque ha sido probada. Mi vida la ofrecí al Señor, se la ofrecí desde niña con las gravedades que tenía… Hacer el bien, no sé en qué forma en la vida… pero el Señor me ha dado, me ha recompensado con la ternura de su amor, dándome realmente un corazón para amar y sentir el Evangelio y de ese Evangelio se desprende ese amor a mis hermanos, el amaos los unos a los otros como Dios nos ha amado.
Eh aquí, que yo los llamo para decirles: Piedad y misericordia de los que lloran, piedad y misericordia de aquéllos que son pobres y no tienen nada para comer, tengan piedad y misericordia de los niños abandonados que no tienen padres; una mirada a ese niño, un apretón de mano.
El Señor no nos está pidiendo grandes cosas, grandes sacrificios; son las pequeñas cosas de la vida diaria con mucha humildad, con mucha generosidad, con el corazón abierto a la gracia para que podamos realmente vivir en cónsona con esa madre la Iglesia; repito madre la Iglesia, porque yo amo a mi Iglesia, la amo de tal forma que daría mi vida, no me importa porque ella es la luz, es la esperanza, el resplandor vivo de un Dios que es tan generoso que nos está llamando para que despertemos y vivamos vida auténtica cristiana, vida honesta, vida digna sin ofender a nadie, sin hacer daño.
Entonces, hermanos, vamos a hacer una promesa con mucha humildad y es: Dedicarnos a los más necesitados, a los que yacen en los hospitales que no tienen a nadie que los visite, a los pobres, a los necesitados verdaderos, a los niños inocentes, a los ancianos encorvados por los años, a las madres que han quedado solas sin esposos.
Vivamos un poquito el Evangelio, no vivamos egoístamente: “Yo lo tengo todo y no me importa nadie.” No, ello no puede ser. Es triste ver cómo se pierden los muchachos, jóvenes. Cómo me llegan a mí casos grandísimos de padres desesperados porque su hijo se fue, clamando: “Señor, misericordia de esta familia.” Eso me llega al corazón; es por ello que le he pedido a mi Señor que me dé un hálito de vida todavía, porque no es que mi corazón esté tan bien, que me dé fuerza, aliento porque estoy dispuesta a seguir dando mi palabra de mujer-madre, pero con mucha humildad y sencillez.
No crean, hermanos, que las personas pueden ser realmente sinceras en las cosas que hacen. Yo quiero que ustedes sepan que la sinceridad es lo más hermoso, la ingenuidad, la sencillez, la paz… qué hermoso. Qué hermosa es la vida cuando tenemos paz y tenemos armonía interior. Es la armonía que tenemos que vivir en cónsona con esa Iglesia, con sus sacerdotes, sus religiosas que son nuestras bases, que son nuestra esperanza porque ellos nos han enseñado el amor.
Entonces, yo diría, vamos a convertirnos todos en hijos de esa madre la Iglesia, pero verdaderamente. No es decir: “Yo pertenezco a esa Iglesia”, y ya se acabó; no. Hijos verdaderos obedeciendo a esa Iglesia siguiendo esas reglas esenciales porque nos ayudan a enfrentar las situaciones difíciles, porque esa Iglesia es la fuerza motiva que mueve todo, que aquilata la fe, que reafirma nuestras pisadas, que nos enseña a vivir realmente como hermanos, que nos da la luz y nuestro corazón recibe el amor de María, el amor de Jesús; un amor ingenuo, sencillo, humilde, generoso, compasivo en una forma que puede venirte todo lo que sea: luchas espirituales, persecuciones, calumnias, todo, pero tú firme, tú estás correcto, tú estás viviendo correctamente, estás donándote, aprendiendo a vivir realmente el Evangelio.
En la sencillez está el Señor, María está en la humildad y el Patriarca San José está en el trabajo del hombre.
Qué hermoso es tener un trabajo, tener las manos para trabajar y tener la mente abierta a la gracia del Espíritu Santo para pensar y discernir realmente qué quiere Dios de nosotros. Cada uno de nosotros tiene una misión, somos parte de esa madre la Iglesia. Entonces, cada cual debe corresponder a esa gracia. “No, a mí no me importa, yo vivo mi vida como yo quiero.” No, ello no puede ser. O decir: “Yo no tengo nada, yo soy pobre.” Todos podemos hacer las cosas bien hechas con el conocimiento de la verdad de un Dios en perfección, de un Dios que aquilata la fe, que nos renueva las células, que nos ayuda a discernir qué es lo que tenemos que hacer en los momentos difíciles.
Entonces, yo diría, que todos en esta noche tenemos que prometernos a nosotros mismos edificar un templo en nuestros corazones, un templo vivo, palpitante que pueda reafirmar nuestras pisadas donde quiera que vayamos, donde quiera que toquemos, donde quiera que hablemos; desde el más pobre, hasta el más lleno de riquezas, porque somos hijos de Dios y los hijos de Dios se conocen, se ayudan uno al otro, se protegen uno al otro, se identifican para poder así asimilar los mandamientos de la Ley de Dios, mandamientos que son nuestra base, nuestra firmeza y nuestro amor. Digo que los mandamientos de Dios son todo para nosotros porque realmente es lo más grande que tenemos: los mandamientos de la Ley de Dios. Si los cumplimos tenemos el derecho de exigir, pero si nosotros no lo hacemos de corazón no tenemos derecho a nada, porque no estamos cumpliendo con los deberes que el Señor nos llama a cumplir como seres humanos en nuestro ambiente, en donde vivimos.
Es por ello, abramos el corazón a nuestros hermanos, vengan de donde vengan recibámoslos con una sonrisa, con un apretón de manos para que así cuando ese hermano se vaya, sienta en su corazón la suavidad del rocío de la primavera que está regando todas las plantas con los rayos del sol.
Qué hermoso es el sol, cómo resplandece por las mañanas, qué hermoso, qué luz tan grande. Nos despierta en las mañanas para ir a nuestros trabajos y cumplir con nuestros deberes, nos llama a enrolarnos en las filas del amaos los unos a los otros, especialmente a nuestros niños para que asistan a sus colegios para aprender cómo vivir unidos como una familia con nuestros padres, con nuestros abuelos, nuestros seres queridos que quizá no existan porque se hayan ido, pero es un rayo de luz que nos toca.
Es por ello, la oración de la mañana debe ser para nosotros de gran importancia. Levantar los ojos alabando al Señor diciéndole: Señor, aquí estoy…
- Padre, alzo mis ojos al cielo y no hago otra cosa que mirarte y sentir tu presencia entre nosotros. Aquí en este nuevo día de tu amanecer nos consagramos a Vos en Jesús, María y José de Nazaret. Gloria a la Trinidad del cielo, Padre, Hijo, Espíritu Santo consolador, vela de tu gran familia la humanidad del hombre, la mujer, el niño. Bendícenos, Señor.
Despertad, madres que están adormecidas, aquéllas que están tristes por los sufrimientos que han vivido, por los problemas, tantas cosas que no las ayudan a seguir adelante. Anímense y piensen que esta noche, así como hemos recibido a Nuestro Señor Jesús, hemos recibido el mejor regalo de hoy, porque Él convivió entre nosotros, convive entre nosotros y seguirá conviviendo eternamente; porque Él es eterno, Él es para todos, Él es para aquéllos que lo invocan, para aquéllos que con mucha humildad se pongan de rodillas por las noches para pedir por todos sus hermanos, por los más necesitados, por los enfermos, por los niños, por los pobres, por los huérfanos. Vamos a pedir.
Cuando nosotros pedimos por nuestros hermanos, nosotros recibimos gracias, nos llenamos de gracias, sentimos que nada nos roza; que si tienes un problema, no te preocupa porque tienes ese sentimiento que es tan grande, hay una generosidad dentro de ti, estás abierta a la gracia, tu espíritu es estimulado y nuestro corazón canta como si fuésemos jóvenes.
Yo les digo, con mis años, yo me siento joven; comparto con mis nietos, con todos. Seamos alegres, no estemos tristes llorando porque me falta esto, lo otro. No, seamos justos y misericordiosos con nosotros mismos orando al Señor:
- Señor, dame la humildad, paciencia, el santo temor de Dios para no ofenderte y especialmente un gran deseo de amar a mis hermanos; amarlos, Señor, amarlos para que así reine en mi alma con vuestra alma la luz de tu nuevo amanecer.
Porque Jesús se está haciendo sentir en nuestras almas, porque Jesús convive entre nosotros, porque Él quiere que el mundo se salve. Él no quiere la guerra, la está evitando, quiere que demos lo mejor de nosotros: un corazón, un buen deseo a nuestros hermanos, recibirlo, alimentarnos con su Cuerpo místico tratando de hacer toda clase de bien, pequeñas cosas.
Levanten sus ojos y pídanle que les dé la asistencia necesaria para ayudar a sus hijos que son nuestros hermanos dándoles paz y serenidad.
Entonces, pensemos que Jesús está tocando a las puertas de sus casas en este preciso momento, que ustedes cuando lleguen a sus casas van a sentir algo nuevo, una renovación en el ambiente, en ustedes mismos, una alegría, una humildad, una comprensión profunda hacia nuestros hermanos. Si hay un resentimiento, pasará, esa necesidad se ajustará como la voluntad de Dios quiere que se ajuste; si tienes un gran dolor en el alma, será suavizado, fortalecido y mirarás al cielo y te encontrarás con el Rostro del Señor que nos está llamando a gritos para que este mundo despierte y concientize realmente que debemos evitar una guerra.
Piensen en sus hijos; pensemos todos en nuestros hijos. No más guerras, no más persecuciones, no más dolor del alma. Cuántas madres han perdido a sus hijos en la guerra, cuántos padres están solos sin el ser querido; esto es un dolor muy grande.
Busquémonos, démonos las manos y oremos uno por el otro. Desde esta noche pensemos que todos somos hermanos, que todos aquí somos hermanos, hermanos queridos por la Preciosísima Sangre de Jesús, hermanos del alma. Piensen que su hogar va a cambiar, no va a ser como todos los días; va a haber una ilusión, una movilización para reunirse en sus hogares una vez a la semana, sea sábado o domingo, cuando puedan para que se reúna la familia y cada cual hable lo que piensa, lo que siente, cómo se comporta en el colegio. Así, ustedes, poco a poco, van captando cómo está el muchacho. Esto será muy útil. Ojalá podamos.
En el Nombre de mi Padre, Yo los bendigo, hijos míos;
en el nombre de mi Madre, Yo los curo del cuerpo y del alma
y los guardo aquí en mi Corazón desde hoy, les guardaré
les guardaré, les guardaré aquí en mi Corazón desde hoy y para siempre.
Que la paz sea con todos vosotros y que la luz del Espíritu Santo ilumine sus almas. Están en paz y en armonía con el mundo entero.
- Ave María Purísima.
Gracias a todos, gracias Padre, gracias a toda esta Parroquia. Que Dios los bendiga, que Dios los guarde, que podamos formar una gran guirnalda de rosas para ponérsela a los pies a María Santísima para que nos lleve de la mano, conduciéndonos con nuevas esperanzas.
Gracias.
(Aplausos.)