Palabras de la sierva de Dios María Esperanza de Bianchini
Iglesia San Francisco de Asís
Viernes, 11 de abril de 1997
- El Ángelus.
Buenas noches a todos, a usted, Padre, a usted. Estoy agradecida de haberme recibido aquí en esta Iglesia consagrada a mi Seráfico Padre San Francisco de Asís, él ha sido mi esperanza, mi consuelo y mi ilusión en la vida porque mi Madre desde niña me enseñó a amarlo, a seguir sus pisadas, para luego ir hasta donde el Padre Pío de Pietralcina pudiendo penetrar en ese corazón humilde y generoso que se dio para toda la humanidad, viviendo una vida realmente consagrada a Nuestro Señor Jesucristo ya que recibió sus llagas y vivió así… mi Padre Pío.
Es por ello, que estoy agradecida que viniese aquí, a esta Iglesia, a darle gracias a mi Señor, a conocer a su gente, almas, vidas, corazones con sus pequeños niños, sus hijos grandes, la familia de Dios.
¡Qué gran familia tenemos, Señor! Una humanidad doliente; y digo doliente, porque en cada familia se sabe cuan grande es. Muchas veces se presentan los problemas para el crecimiento de los hijos, esos hijos del alma que se llevan dentro del corazón.
Padres y madres, hablo con vosotros, hablo de la familia porque el Señor quiere que la familia viva en unidad, una unión generosa donde todos se den las manos, se amen, se soporten, se ayuden, vivan el Evangelio cumpliendo con el Señor.
La Eucaristía es nuestra base, es nuestra vida, es todo; la Comunión diaria si es posible. Es la Eucaristía nuestro alimento, es el Pan vivo bajado del cielo, como ha dicho el Padre: “Jesús ha bajado”, lo hemos recibido, es un alimento que resta allí para siempre, para fortalecernos, para ayudarnos a caminar mejor y vivir el Evangelio.
La Evangelización, ello es la motivación por la cual estoy aquí. Yo soy una pobre mujer como cualquiera de vosotras, que ama y siente a su familia y la siente por esa Iglesia que me ha enseñado a amarla, nuestra Madre la Iglesia, la Iglesia santa, apostólica, romana, universal, la Iglesia que fundara Jesucristo, Cristo piedra y fundamento de esa Iglesia. Debemos amarla, amar a sus sacerdotes, sus religiosas, a nuestro Santo Padre el Papa de Roma que ha sido un ejemplo vivo de humildad, de paciencia y de gloria para Dios, porque él le está dando gloria buscando a todos sus hijos de la Tierra, de un lugar a otro se va moviendo llevando la Palabra del Señor.
¡Qué cosa grande tenemos en este siglo: el amor del Papa de Roma! Y hablo del Santo Padre, porque el Papa de Roma es quien nos guía como pastor para ordenar nuestras almas y ayudarnos a caminar mejor. Pero hay algo más grande todavía, lo más grande que existe: Jesús, allí, su Cuerpo Místico. Él nos está viendo a cada uno de nosotros, nuestras reflexiones, nuestros pensamientos, nuestras ideas; Él está allí presente y va a tocar nuestros corazones esta noche de una manera maravillosa; y digo maravillosa, porque sentir al Corazón de Jesús latir en nuestro propio corazón es avivar la llama, el fuego de Jesucristo; Él, Jesús con su Madre, su Madre con Jesús… aquí los dos.
Es María la Madre de la Iglesia que nos invita a caminar con ella por todos los países del mundo, nos invita a todos a llevar el Evangelio. La Evangelización es la motivación más grande y hermosa de estos tiempos porque todos estamos en el deber de llevar el Evangelio, de proclamar: Jesucristo Nuestro Señor viene a salvarnos de nuevo. Cristo se levanta y nos quiere ayudar para detener el mal que se avecina, los malos tiempos, pero en esos malos tiempos, al surgir Jesucristo, todas aquellas cosas desagradables que podrían desanimarnos van a cesar, porque la luz del nuevo amanecer de Jesús nos está diciendo de nuevo: “Venid a Mí todos, os guardo aquí en mi Corazón, los llevo aquí muy dentro para aliviar sus penas, sus enfermedades, sus sacrificios. Todo cuanto hagáis, hijos míos, es obra del Padre mío y os quiero recogeros a todos para que viváis en comunión con este Hijo de Dios.”
Sí, Jesús nos invita a caminar con Él, a convivir con Él, y ¿cómo vamos a convivir con Jesús? De la manera más natural: Cumpliendo con nuestros deberes de cada día, nuestras obligaciones y especialmente al levantarnos invocar su Nombre, el Nombre del Padre Nuestro que está en los cielos, el Padre que está mirando nuestros pensamientos, sintiendo nuestro corazón que palpita en busca suya, en busca de su Hijo Divino, en busca de la gracia del Espíritu Santo que nos baña, nos limpia, nos purifica, nos renueva la sangre; toda nuestra personalidad renace de nuevo para vivir en comunión con el Señor.
Y, he aquí la dulce María, María Madre, la niña inocente, la más pura de las vírgenes; ella es única, esplendorosa, bella, radiante. ¡Cómo nos ilumina por dentro cuando sentimos su suavidad, su dulzura, su ternura!
¡Qué tierna es María, hermanos míos! Siéntanla palpitar en vuestros corazones… cómo palpita de emoción, de humildad, una humildad generosa, una humildad en la cual ella se entrega para decirnos: “Hijitos míos, mi Corazón os di, mi Corazón os doy y mi Corazón os seguiré dándoos por siempre. Aquí estoy tocando, tocando los corazones de mis sacerdotes especialmente, porque son ellos los encargados de ayudarlos a todos vosotros, de enseñarlos, de educarlos y de hacerlos mejores en la vida; ellos con su prédica, ellos con su oración, ellos en el altar consagrando allí a mi Señor, a mi Divino Hijo Jesús.”
He aquí, pues, hijos míos, yo deseo que todos se pongan de acuerdo, que se reúnan en sus casas con sus familias, en sus hogares por las tardes, en las noches, a la hora que puedan, a rezar el santo rosario. No solos, no; es en comunidad porque así todos se van a conocer mejor, cada cual hablará, dirá lo que siente en su corazón, después de las meditaciones de ese santo rosario. Es el rosario la vida del hombre, es el compañero amigo, es la reflexión más hermosa… los gozosos, los dolorosos y los gloriosos.
¡Qué hermosa es la oración! “Es la oración más bella que complace a mi Divino Hijo y a esta Madre suya,” así nos dice María; ello es lo que siento en mi corazón, hermanos.
No esperen de mí discursos rebuscados, no. El Señor nos quiere naturales, tal como somos, con nuestras cualidades y defectos, nos quiere tal cual: buenos, sinceros, generosos, compasivos con nuestros hermanos.
Todos nos necesitamos, todos estamos unidos por una cadenita de oro desde el cielo eternal de mi Señor Jesús, Él nos ata a su Corazón con su Madre y María dulcemente, suavemente se avecina a nosotros para aliviarnos, para consolarnos, para ayudarnos a vivir vida auténtica cristiana. Nos quiere auténticos, nos quiere robustecidos de fe, de confianza y con un corazón abierto a todos; no nos quiere todos llenos de cosas, no, no… desagradables, no. Nos quiere humildes, sencillos; no es la humildad de vestirnos de harapos y de decir: Yo soy humilde, yo hago. No, no; es tal como somos. Somos débiles y flacos, pero busquemos a María para sentirnos fuertes, firmes, decididos a seguir sus pisadas.
María lo renunció todo y lo dejó todo, siguió a su Hijo por toda Jerusalén cuando Él iba con sus apóstoles de un lugar a otro predicando, llevando la Palabra de Dios. Así nosotros tenemos que seguirla, seguir a sus sacerdotes porque ellos son los que están preparados para ayudar al Pueblo de Dios, para ayudarnos también a caminar mucho mejor. Ellos tienen la gracia y ellos son los que están en el camino verdadero de la luz de mi Señor, de la verdad, del amor y de la justicia.
Es justicia lo que pide el Señor en estos tiempos para que aprovechemos los días y podamos todos darnos las manos como hermanos. Todos nos necesitamos, cada uno sirve para algo, todos servimos, todos podemos servir. No dejemos a los hermanos que vengan a nosotros en una necesidad diciéndoles: No puedo. Siempre una sonrisa, un apretón de mano, una palabra a tiempo. ¿Cómo puede salvarse una persona sola, que no tenga a nadie? Es capaz de cometer una locura. No dejemos a nadie que caiga por tierra y que no haya nadie que lo levante. Hay que levantarlos a todos.
Perdonemos a nuestros hermanos, perdonemos siempre y seamos humildes y generosos para poder así realmente, vivir en cónsona con esa madre, la Santa Iglesia católica, sí.
Nuestra Iglesia, nuestra madre la Iglesia, es amor a ella, es cumplir con las obligaciones todos los sábados, domingos, los primeros viernes a la Santa Misa; a enseñar a los niños. Nuestros niños deben ser educados bajo el ala de esa Iglesia, bajo el ala de esos sacerdotes que son los que nos confiesan, los que tienen la autoridad del perdón de nuestros pecados, la absolución de los pecados. ¡Qué hermoso es poderse confesar y desahogar nuestro corazón para que ese corazón sea aliviado y sanado, y nuestra mente sea abierta a la gracia del Espíritu Santo!
¡Qué hermoso es sentirse uno libre de las ataduras que nos atan a la Tierra! Estamos aquí y tenemos que vivir aquí, pero no, el día que Dios nos llame tenemos que estar alegres y contentos, no decir: Me estoy muriendo, ya yo no puedo más, ¿y cómo es posible esto, cómo me quitas la vida?, no. Vamos a encontrarnos con el Señor. Qué hermoso es encontrarse con el Señor, qué hermosa es la vida, ¡qué bella es la vida, hijos míos!
Ustedes no pueden imaginarse por qué estoy aquí. Es la voluntad de una Madre, una Madre que desde niña me tomó. Eso sí, yo me entregué a ella y me casé, sí, pero mi vida iba a ser otra… mis anhelos desde niña eran de hacerme religiosa y me fui al convento con las Franciscanas en Mérida, con mi Madre San Gabriel a quien he amado tanto…
Estaba dispuesta y cuando tenía que entrar ya, el día de mi Seráfico Padre San Francisco de Asís, Santa Teresita del Niño Jesús, después de la Santa Misa por el Monseñor Quintero que en esa época era él que estaba en Mérida, a las 6:30 de la mañana, después de la Misa, ya eran las 7:30 a.m., estábamos todas orando y yo vi a Santa Teresita en el altar. Ustedes dirán: “Esta señora es fantasiosa.” No, Santa Teresita me tiró una rosa del altar y yo la fui a tocar, ya que otra vez cuando tenía cinco años lo había hecho, me dio una rosa; me pasó ese fenómeno. Quise tomar la rosa y cuando hice así… una hincada, era un chorro de sangre delante de todas las monjas allí, y sentí en mi corazón: “Tu vida será otra. Sal al mundo, hija mía, a llevar la Palabra del Señor Jesús. No importa, no importa lo que piensen de ti, pero ve, hija.” Y en realidad así fue. “Serás madre; esposa y madre, y ve a Roma, ve a conocer al Papa de Roma”.
A mí me pareció todo aquello tan insólito, pero yo fui, solamente así, y Pío XII – que Dios lo tenga en la gloria, nuestro Santo Padre Pío XII – me extendió las manos y me abrió su corazón y desde allí me sentí fuerte, robustecida por el amor de Dios.
Y pasaron los días, y conocí a mi esposo, y allí me casé, y allí viví. Después fui a Venezuela, volví a Roma, volví, y me volví a ir, y en fin vinieron los hijos, y me casé allí también en San Pietro donde Pío IX decretó el dogma de la Inmaculada Concepción, en su Capilla de ella.
Fueron cosas en mi vida tan increíbles que yo decía: ¿Cómo es posible, Señor, todo esto que me ha pasado?, pero el Señor me dijo: “Vienen pruebas, hija, tendrás que enfrentar al mundo, al hombre. No te importe, hazlo por el amor que me tenéis, vive una vida en cónsona con esa Iglesia: humilde, generosa, compasiva con todos. Ve, hija, ve”…y el Señor así… y me tocó vivir con religiosas allá también, que me amaron tanto, en el Instituto Ravasco.
No sé… yo nunca había hablado esto, Padre, cuando he venido a hablar nunca, primera vez que lo digo aquí porque veo estas paredes, esto aquí humilde, bello, me llega al corazón, se parece a mi pueblo donde naciera. Entonces, yo digo: ¡Qué bello eres Jesús, qué hermoso; qué dulce y suave es tu Madre! Qué ternura María como nos va enseñando, nos trata como niños.
El Señor nos quiere niños, nos quiere pequeños; no nos quiere lumbreras, no. Nos va llevando poco a poco, serenamente y se va conquistando, conquistando cada vez con mayor intensidad el amor de Jesús, el amor de María, la gracia del Espíritu Santo. Él ilumina, Él dice las cosas. Y hoy, esta noche, he tenido que hablar esto, era lo menos que yo pensaba decir.
Yo quiero que ustedes sepan, que sepáis vosotros que todo en la vida tiene un principio y como lógica su fin y mi finalidad es llevar el mensaje de mi Madre cuando se me apareciese en Betania de las Aguas Santas. Fue algo esplendoroso, grandioso en mi vida un 25 de marzo de 1976 y después siguió viniendo y viniendo con aquellos resplandores de luz, con aquel sol resplandeciente que daba vueltas, y ella en los árboles, en la cascada hablando, y yo le decía: Madre, me sigues hablando a mí, ¿qué va a decir el Obispo y los demás? Y me dijo: “Yo vendré el 25 de marzo de 1984, tienes que esperar algunos años más.”
Todo está escrito, todo está revelado, aquí no hay nada que no esté escrito y dicho por mi Madre. Y el 25 de marzo de 1984 ella vino a Betania. Ya creíamos que no, que ya no vendría. Eran las 3:00 de la tarde cuando los niños salieron corriendo, unos niños que estaban allá, todos esos que estaban en esa época que venían corriendo: “¡La Virgen, la Virgen, la Virgen!” Y el Padre Laborén y el Padre Orozco que estaban allá, dijeron: “¿Cómo, cómo?” Y él estaba en una silla de ruedas, salimos con él hacia la gruta. Y estaba ella allí majestuosa para todo el pueblo.
Eso fue algo deslumbrante, fue grandioso, fue único, yo creo que fue algo en la historia muy grande. Allí habían de todas las clases sociales: ricos y pobres; generales, coroneles, médicos, psiquiatras, todo… era como todo el mundo. Éramos ciento cincuenta personas y en ese momento fue algo tan sublime que todos caímos de rodillas. Y desde las 3:00 de la tarde hasta las 6:30 p.m. estuvo Nuestra Señora con nosotros.
Esto es algo que no es un sueño, no es una locura; ¡ha sido una realidad! Y ella ha seguido viniendo; y estoy aquí porque ella me mandó.
Cada uno que tenga su fe que siga en su fe. No podemos estar cambiando de religión. Nuestra fe como católicos… tenemos que verdaderamente luchar por esa fe, vencer las debilidades, vencer al enemigo que muchas veces quiere hacernos perder la razón pensando en otras cosas que no son las lógicas. Nacimos católicos y debemos morir católicos, la fe que nos enseñaron nuestros padres y la fe que nos enseñaron todos los sacerdotes. Ellos nos enseñan a ser fieles a esa madre la Iglesia, a esa fe vivida de cada día con la Eucaristía, con el amor a nuestros hermanos, con los tristes, con los desvalidos, con los enfermos, los niños inocentes que a veces no tienen ni un padre ni una madre, que los dejan abandonados; hay que recogerlos a todos.
Y el que llegue a ti no lo desprecies, no lo desprecies nunca; dale la mano, dale una palabra de consuelo, de esperanza, de ilusión para que se sientan apoyados en el regazo de alguien.
Sí, hermanos, la comunidad vuestra es hermosa. Sigan aquí en su parroquia; aquí viniendo, esperando los logros espirituales que cada uno anhela aprendiendo cada día con las virtudes de la fe, de la esperanza, de la caridad. La caridad que es el amor. ¡Qué hermoso es el amor! El amor da gloria a Dios y María se siente feliz; gloria a su Hijo.
Es Jesús quien nos llama: “Venid a Mí todos, todos los cansados, los tristes, venid a Mí, mis hijos, venid a mi Corazón que Yo os alimentaré, que Yo rogaré por vosotros al Padre mío para que tenga compasión y misericordia de su pueblo.”
Y ahora, hermanos, hay algo que me ha tocado el corazón… aquí. Quiero que pidan para que todos los hermanos se unan, todos nuestros hermanos. El Señor desea en estos tiempos que todos nos demos las manos, perdonar a los que nos ofenden, perdonar a los que nos… sí, cuando hablan mal de uno, perdonar al enemigo, perdonar a todos.
Perdonemos, vamos a restableceremos de nuestras debilidades, de nuestro egoísmo; seamos fuertes y vamos a robustecernos con la Comunión diaria. Si es posible, háganlo. Ustedes no se imaginan lo que se logra. Se logra paz, serenidad, una alegría en el vivir diario, un contentamiento del niño inocente, pudiendo así, realmente sentirnos libres de las presiones diarias de la vida.
Tenemos muchas presiones y esas presiones las vamos a tranquilizar, vamos a relajarnos tranquilos pensando que Jesús convive entre nosotros. Jesús está aquí presente en el Santísimo Sacramento y está tocando cada corazón, cada alma, cada ser que con humildad y generosidad está presente ante sus pies, allí de hinojos pidiendo perdón y misericordia para ser mejores en la vida.
Y ahora, Padre, usted y usted verdaderamente estoy conmovida de ver todas estas almitas, almas que Dios tocó hoy, no todos, quizás, pero yo estoy segura que con los días ustedes se van a dar cuenta de muchas cosas en sus familias, en sus casas, en sus hogares. Va a haber un mayor recogimiento, va a haber más oración, va a haber más unión en la familia, se van a ayudar uno al otro. Y van a sentir la flor de María, sus rosas, sus rosas de amor en sus hogares, en sus casas, sus olores suaves, tenues, maravillosos, los lirios, una gama de olores suaves que vosotros restarán realmente contentos, felices y les va a dar la ilusión de seguir realmente cumpliendo con sus obligaciones con nuestra Iglesia, con nuestra madre la Iglesia, con la Santa Misa, con la Comunión.
Y hablo de la Santa Misa y hablo de la Comunión, porque ello es la realidad de todos nosotros. ¿Cómo vive un cristiano si no recibe al Señor? Tenemos que recibirlo a menos que tengan un imposible. Dios es perdón y misericordia para todos; Dios no es un castigador, no. Él perdona, Él nos está recogiendo a todos: buenos y malos, a todos nos está recogiendo para reafirmarnos en nuestra fe y para que nos arrecostemos allí, en su Corazón como en aquella noche de la Santa Cena, puso a Juan en su Corazón. Juan se arrecostó. ¡Qué hermoso, qué escena tan hermosa!
La mesa es sagrada para mí, en la mesa no se puede discutir, en la mesa no. La mesa es sagrada en el momento de la comida, de recibir los alimentos, y recordemos una cosa: Es Jesús que está con nosotros al recibir los alimentos. Sépanlo ustedes, porque sé de personas que en la mesa pelean… me da miedo. Los alimentos son sagrados, al comerlos el Señor los bendice, nosotros por eso tenemos que persignarnos y darle las gracias por el alimento diario que el Señor nos da… la comida. La comida es bendecida por el Señor y esa comida viene de las manos del Señor por el fruto de nuestro trabajo, de nuestra familia, de nuestros esposos, de nuestros hijos, del nuestro propio, nosotras mismas que trabajamos.
Somos madres por ello cuiden a sus hijos. El hijo es lo más grande que uno tiene. Un hijo… que no te lo toquen, es por ello que tenemos que irlos acostumbrando a vivir una vida en cónsona con esa madre la Iglesia.
Es la Iglesia Santa la que nos reclama en estos momentos, nos está llamando a gritos: “Venid, hijos, venid todos. Levantaos, es la hora del despertar de conciencias, es hora de que despertéis todos porque vendrá la noche y podréis sufrir. Yo no quiero que sufráis, yo quiero que viváis y viváis en gracia, muchas gracias y dones recibidos por el Espíritu Santo.” El don del entendimiento para entender realmente qué quiere el Señor de todos nosotros. Pídanle al Espíritu Santo el don del buen consejo; un consejo en el momento preciso de tomar determinaciones. El don de la piedad, la oración continua no descansemos; de día y de noche la oración: hacia el trabajo cuando vamos, cuando regresamos una plegaria, algo, un pensamiento al Señor; en nuestro trabajo un pensamiento; nosotras las madres en nuestro hogar un pensamiento a María.
María se fatigaba mucho, quería que su Hijo en el momento de sentarse a la mesa, ay, estuviera todo listo con el Patriarca San José, el Padre adoptivo de Jesús porque Jesús fue producto del Espíritu Santo. El Padre lo quiso así, por obra y gracia del Espíritu Santo.
- Virgen pura, Madre de Dios, Madre de Jesús […].
Ahora de manera más natural, ustedes lo van a sentir en detalles, en las cosas diarias, en la vida en la casa con los hijos, cosas tan bellas, es una ilusión que te da que tú lo único que deseas es: servir, servir, servir y no ser servido; dar, darte, darte no importa que te correspondan o no. Y el que llegue a tu casa, abrirle las puertas, no importa de dónde llegue o cómo llegue, no, no importa de dónde venga lo importante es un saludo, una palabra, un consuelo, una esperanza, una motivación de un detalle.
La vida es de detalles, de pequeñas cosas; no de grandes cosas; son pequeños regalos del cielo que Dios nos da para alimentarnos espiritualmente y ayudarnos a convivir con nuestros hermanos.
Y ahora, hermanos, ya he hablado bastante, realmente quisiera extenderme en cosas muy importantes que tendría que decirles, pero yo creo en otra oportunidad será, si es la voluntad de Dios. Mi salud se ha resentido últimamente y, quizás, no sé si pueda volver, pero piensen en esta noche: Una madre que ama y siente a María, los ha venido a buscar con ella para que vivan una vida hermosa, florida, útil a los demás; ser útiles. Seamos útiles a todos; no seamos egoístas, no vivamos en el egoísmo; vivamos con serenidad y dando de nosotros lo mejor que podamos tener, y qué más, sino el amor que tenemos. Todos tenemos amor y todos vamos a vivir con dignidad, benevolencia y mucho amor.
Gracias, hermanos.
Que Dios los guarde a todos.
Los enfermos pueden pararse; todos párense para que usted, Padre, y usted… venga usted… den una bendición aquí.
PADRE WILLIAM FLEGGE: Señor, te pedimos que envíes tu bendición sobre estas personas reunidas acá esta noche. Te pedimos que tu Corazón se mueva con piedad y compasión por todas nuestras necesidades, por nuestras debilidades, por nuestros sufrimientos y nuestras ansiedades. Te pedimos, Señor, que envíes tu Espíritu Santo que sintamos en lo profundo de nuestro ser tu regocijo, tu paz y tu poder de sanación. Señor, te pedimos que nos des una gracia especial para siempre mantenernos fieles y cerca de Ti.
Queridísima Madre, te pedimos que intercedas también por nosotros, reces por nosotros, tus hijos, nos mantengas siempre unidos a Jesús, tu Hijo, y ayudes a todos aquéllos que lo están buscando, pero no saben cómo encontrarlo; guíalos a Él y a su amor y misericordia.
Señor, te alabamos y te damos gracias por todos tus dones, te pedimos que nos bendigas ahora en tu Santo Nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Amén.
SRA. MARÍA ESPERANZA DE BIANCHINI: Gracias, Padre.
PADRE JAVIER VIRGEN: Queremos darle las gracias a María Esperanza y a toda su familia que con tanto cariño ha venido a compartir con nosotros este don maravilloso del amor a la Virgen en su Hijo Jesucristo. Vamos a pedirle a Dios para que ella siga llevando la paz, el amor, el perdón, el servicio y la sanación porque Dios le ha encomendado una misión no fácil, dolorosa, pero llena de satisfacción porque ella ama como ustedes lo han visto, ama profundamente, sin limitaciones a Dios a través de esa Madre, María.
Nuestro mejor regalo que le podemos dar es pedir mucho por ella porque nadie sabe mejor que ella lo que hay que llevar, una cruz pesada, pero con amor, con resignación, con paz y con mucha dependencia por parte de Dios.
Que Dios te bendiga, María Esperanza.
SRA. MARÍA ESPERANZA DE BIANCHINI: Gracias.
PADRE JAVIER VIRGEN: Y a todos ustedes, que Dios siga utilizándolos como grandes instrumentos en todo el mundo, en cada rincón de la Tierra.
Que Dios los guarde.
PADRE WILLIAM FLEGGE: María, ha sido maravilloso tenerla esta noche con nosotros para ayudarnos a acercarnos al amor de Nuestro Señor y de su Madre; ella es nuestra Madre, ella es la Madre de nuestra Iglesia, ella nos ama y cuida de sus hijos en la Iglesia. Y le damos gracias por sus palabras maravillosas esta noche y de ayudarnos a recordar siempre cuán cerca está Él de nosotros y cuán cerca está ella de nosotros y cuánto desea Jesús que recordemos que El está presente en el mundo y que nosotros somos su presencia y que ella es nuestra Madre. Gracias por ayudarnos a recordarlo.
SRA. MARÍA ESPERANZA DE BIANCHINI: Gracias.
(Aplausos.)
[…] no hay bendición más grande, pero quiero dejarla para todos los enfermos, los que se sientan mal, los que tengan un gran dolor que no saben qué hacer, los que hayan venido de lejos haciendo sacrificios porque sí los hay… reciban el conforto para sus familias, para sus enfermos, para todos.“En el Nombre de mi Padre, Yo los bendigo, hijos míos;
en el nombre de mi Madre, Yo los curo del cuerpo y del alma
y los guardo aquí en mi Corazón desde hoy, les guardaré
les guardaré, les guardaré aquí en mi Corazón desde hoy y para siempre.”
Que la paz sea con todos vosotros y que la luz del Espíritu Santo ilumine sus almas. Están en paz y en armonía con el mundo entero.
- Ave María Purísima.
Gracias, Señor; gracias, Padre.