Discurso de la sierva de Dios María Esperanza de Bianchini
Monte de las Beatitudes o de las bienaventuranzas
Sábado, 11 de noviembre de 1995 12:15 p.m.
Buenos días a todos, respetados sacerdotes. Por la gracia del Espíritu Santo estamos aquí en un solo Corazón, el Corazón de Jesús que late por sus hijos y el Corazón Inmaculado de María con su dulzura inefable, con su ternura infinita los llama a vivir en su Corazón también:
- Corazones de Jesús y de María en un solo corazón, tened compasión y misericordia de todos nosotros y del mundo entero.
Hablo de los Corazones de Jesús y de María porque son ellos nuestra inspiración llamándonos a venir a esta Tierra Santa, tierra de esperanzas, motivaciones espirituales para encontrarnos con todos nuestros hermanos de todas las razas, de todas las naciones, de todas las creencias en una sola fe, la fe del Padre, en su Divino Hijo Cristo Jesús, Rey de reyes, el Maestro de los maestros, el Hijo de Dios.
Qué hermoso es sentir a Cristo en nuestro corazón revoloteando, alegre, feliz, impulsado por su amor para que nosotros tengamos confianza en su Corazón y en el Corazón de su Madre que nos están preparando; es una preparación espiritual, una preparación que nos ayudará con los días realmente a discernir este mensaje de Jesucristo… al mundo, al hombre.
Entonces, vamos a escuchar a Jesús, tomemos la Sagrada Biblia en nuestras manos y contemplemos allí su vida toda escrita: Marcos, Mateo, Lucas y Juan; allí está nuestra verdad, no se les olvide. Tenemos que discernir cada palabra allí escrita para que nos sintamos renovados, nuevos, para poder emprender realmente la evangelización.
Con ello quiero significarles que nos toca a nosotros los laicos, porque nuestros pastores lo vienen haciendo, nos han atraído a su Iglesia, a esa Iglesia de Cristo para enseñarnos, para liberarnos de las ataduras del pecado y limpiarnos con la confesión y purificarnos con la Eucaristía.
Estamos renovados, nuevos, llenos de esperanza y tenemos que vivir realmente como hijos de Dios, y el Evangelio debe ser nuestra ayuda para ser mejores y vivir una vida cristiana con Cristo, en Cristo y con Cristo para siempre. Es Él la luz del mundo, el sol resplandeciente lleno de amor, ese sol convertido en amor, un amor infinito desde que naciera, desde que estaba en el vientre de su Madre, mejor dicho, y nos transmite las dulzuras y la suavidad de la eternidad sin fin porque la eternidad no tiene fin.
Es el Padre el Dueño y Señor de todas las cosas que rige y gobierna al mundo – al hombre, a la criatura – y es aquí cuando nosotros tenemos que recogernos y pensar: Señor, estamos aquí porque nos has traído para enseñarnos las maravillas que hizo tu Hijo, proclamando el Evangelio, viviendo con todos sus apóstoles y sus seguidores para que nosotros allí aprendamos a vivir en comunidades.
Recuerden ustedes, el mundo con los años tendrá que aceptar vivir en comunidades, comunidades religiosas, porque como vemos en este momento tan difícil con guerrillas, soberbia del hombre, es muy difícil poder vivir cada cual en su casa. ¿Y por qué ello? Porque el pecado ha tocado a muchos que con su soberbia están opacando la verdad de ese Sol de Justicia, de ese Sol de Cristo, de ese ser maravilloso que nos trajo el amor para resucitarnos con Él con la paz del justo, con la reconciliación, con la maravillosa gracia del Espíritu Santo. Entonces, vamos a prepararnos.
Esto no es un encuentro casual, no, éste es un encuentro dirigido por la mente maravillosa, grande de Nuestro Padre para que concienticemos nuestra verdad, nuestros sentimientos; nuestro corazón, nuestra mente abierta a esa gracia del Espíritu Santo con el don del entendimiento para entender realmente qué quiere el Señor de nosotros; y yo les respondo: Soy una pobre mujer, yo no soy nada, amo, simplemente amo.
Y yo les digo vayámonos preparándonos, hijos míos, porque estamos viviendo momentos difíciles y vendrán aún más difíciles y tenemos que unirnos a como dé lugar, recogernos y vivir con el hermano con todos sus defectos y cualidades para que así podamos vivir como vivieron aquellos hombres que siguieron a Jesús a su lado, acompañándolo con la carga.
¡Qué hermoso fueron aquellos días para el Salvador del Mundo! ¡Qué bello fue todo ello!, porque compartieron el pan que fue el Cuerpo de Cristo, compartieron el vino que fue su Sangre que se entregaba en aquella gran noche de aquella cena inolvidable. ¡Qué cosa grande!, y después dolor y llanto en los Olivos y después cuando lo atraparon allí, lo vendieron por un puñado de denarios departe de uno de sus discípulos que lo traicionó, Judas. Pobre Judas… Señor, piedad y misericordia de su alma, piedad, piedad.
He aquí, fue puesta en su cabeza una corona de espinas y una Cruz sobre sus hombros, allí llevaba todos nuestros pecados para liberar al hombre y sacudirnos en la conciencia de que en una mañana, que es esta mañana de hoy, podríamos nosotros ayudarlo a cargar esa Cruz. En esos momentos no faltó quién lo ayudara… Cirineo lo ayudó, pero eran tan pocas las fuerzas de Cirineo que no podía… y su Madre Bendita, María le salió al encuentro: “¡Oh, Hijo mío!”
¡Qué dolor de la Madre! Pensemos en todo ello, Dios mío, la separaron de su Hijo. ¡Qué dolor de María, cómo corrían sus lágrimas, su Corazón destrozado! Sin embargo, ella lo siguió, no se apartó de su Hijo, de lejitos, pero lo seguía hasta llegar al Calvario… clavaron sus manos, clavaron sus pies y María allí al pie de la Cruz con María Magdalena y aquellas mujeres que lo amaban y aquellos seres… Juan, Juan Evangelista, la prueba más grande, el amigo fiel, el joven gallardo que amaba a su Señor, que lo reconoció siempre, le sirvió a su lado.
¡Qué hermoso es tener buenos amigos sinceros, honestos, dignos del amor que uno le tiene! Por eso no podemos ser deshonestos nunca, tenemos que tener un solo camino, el camino que conduce al Señor pudiendo así rectificar nuestras debilidades y ayudarnos los unos a los otros.
Me dirán ustedes: “¿Qué pasó allí en la Cruz?” Que lo levantaron, lo crucificaron entre dos ladrones, hombres que no sabían de fe ni de amor y, sin embargo, el Señor cuando vio al buen ladrón, aquél le dijo: “¡Oh, Señor, Dios mío!” Creyó, creyó el buen ladrón, y le dijo el Señor: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.”
¡Qué hermosura, Señor, vivir contigo en el paraíso! Y yo le digo muchas veces: ¿Señor, seremos dignos de ese paraíso que nos ofreces?, y pienso, entonces, en sus sacerdotes, en sus religiosas, en el Santo Padre, en las doncellas, las monjas que se han entregado allí ante el Señor y digo: Señor, serán ellos los primeros, aquéllos que renunciaron a todo, al mundo, para seguirte, para amarte, para hacerte reconocer de todos tus hijos con tu Palabra, con tu donación todos los días.
Es por ello, que yo amo al sacerdocio, las religiosas, amo a mi Iglesia de una manera tan grande, Señor, que yo quisiera servirte de noche y día, pero me quisisteis en el mundo aquí batallando y he sido feliz, Señor, porque me has dado un buen hombre, un compañero leal y justo, y una familia bella y hermosa que me ayuda a sobrevivir los días caldeados cuando sufro por cualquier motivación de dolor, de pena, de quebranto.
Gracias te doy, Señor, en medio de todo ello, pero Tú sabes muy bien que mi corazón es tuyo, tuyo, Señor, y de mi Madre.
Me emociono porque realmente cuando se siente a Cristo y a María es algo muy dulce y muy hermoso, muy suave; se llora, se canta, se ríe, en fin, se abraza a todos con el corazón.
He aquí, mi abrazo para todos; los he dejado al pie de la Cruz con Cristo y ahora, vamos a resucitar con Él; resucitemos todos aquí en este Monte Santo, aquí donde el Señor vino a ellos y aquí se dio, se sigue dando para que todos salgamos renovados, firmes en nuestras convicciones como católicos que somos, alegres y felices como el niño inocente y fuertes como son fuertes los soldados de Cristo.
Gracias a vosotros; gracias, Padre; gracias a la familia Mariani; gracias a Bill.
Bill todos vamos a una misma fuente en distintos recipientes pero vamos a Dios y ello es la base primordial… llegar a Dios.
Dios los guarde a todos, Dios los bendiga.
(Aplausos.)