Cleveland, Ohio, EE.UU.

Discurso de la sierva de Dios María Esperanza de Bianchini
Cleveland Convention Center
Domingo, 18 de septiembre de 1994  10:30  a.m.

Buenos días a todos.

  • En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Oremos el Ángelus:

  • El Ángelus.
  • Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos.
  • Gloria.

Respetados señores con el Obispo de esta diócesis y todos sus sacerdotes que le siguen, religiosas, comunidades, todos unidos en un solo corazón.

Aquí me tenéis, una pobre mujer.  ¿Qué puedo decirles?  Yo no quiero hablar ni pronunciar palabra alguna sin orden de mi Señor y de mi Madre.  Son Ellos los encargados de hacer de mi vida lo que mejor quieran, yo me he ofrecido y pienso seguir hasta el final para poder cumplir la reconciliación.  Una Madre que bajo la advocación de María, Virgen y Madre Reconciliadora de todos los Pueblos y Naciones nos viene a salvar, una Madre que ama y siente a sus hijos, una Madre que nos viene a reeducar a que nos encontremos todos unidos dándonos las manos en un abrazo fraterno para que podamos caminar juntos hacia la luz del Nuevo Amanecer de mi Señor Jesús, y digo el Nuevo Amanecer de mi Señor Jesús porque en estos tiempos de grandes calamidades para el hombre y especialmente en estos meses, en estos días justamente el Señor se está haciendo sentir en las almas más sencillas y humildes, almas pías de su Corazón para hacer un llamado general al hombre a que depongan las armas, que no se arriesguen a tomar determinaciones que no son lógicas, que se respete al ser humano y que se identifiquen con Ellos para ayudarlos con la carga.

Entonces, todos estamos aquí esperando la voz de mi Señor, la voz de Jesús que se hizo sentir en aquellos días en Jerusalén, acompañado de sus apóstoles, llevando su Palabra de amor y de unidad entre sus hermanos.  En estos tiempos Jesús viene de nuevo a salvarnos; Él dio su Sangre derramándola copiosamente para salvarnos, purificarnos y hacernos mejores en la vida, pero es el caso que el hombre ha desoído su voz.  No se ha cumplido debidamente esa Doctrina maravillosa de fraternidad, de amor e identificación con sus hermanos.  El hombre está desoyendo esa voz; se está produciendo en cada parte del mundo, ya lo estoy viendo, guerrillas entre hermanos y hay que evitarlas a como dé lugar.  ¿Y sabéis vosotros en qué forma?  Con la oración, la meditación, la penitencia, la Eucaristía.  Es la Eucaristía nuestro alimento, es la Eucaristía nuestra vida y es la Eucaristía nuestro sentir por la vida al servicio de quienes nos necesiten.

Hermanos, no esperéis de mí palabras rebuscadas o algo así especial, no. Mi corazón es quien habla, es un corazón que ama y siente a su Madre, una Madre que un día se me presentara en Betania de las aguas santas para decirme: “Hija mía, hijita, mi Corazón os di, mi Corazón os doy y mi Corazón os seguiré dándoos por siempre.  Yo vengo ahora como María, Virgen y Madre Reconciliadora de todos los Pueblos y Naciones, vengo a reconciliar a mis hijos, y mi Hijo me ha dicho: ‘Madre, toma el cetro como Pastora de las Almas, ayúdame a pastorear las almas, ven Madre conmigo, sigamos juntos el camino para salvar a este siglo que declina, sí, hay que salvarlos a todos del dolor de una guerra; hay que salvarlos de las enfermedades incurables buscadas por el pecado; hay que ayudarlos en su tristeza, aquellos niños inocentes que están pasando tantas necesidades.”

Cuántas madres restan en estado y las dejan solas abatidas por el llanto y el dolor de no saber cómo va a venir aquella criatura.  ¡Qué dolor inmenso! Es por ello, hay que salvarlos, los inocentes que yacen en el vientre de su madre que nazcan, que vivan la vida, que vengan a cumplir su misión como hijos de la luz, como hijos de la esperanza en este amanecer en que Jesús, sí, viene a salvarnos de un salto mortal porque así será.  Esperemos al Señor llenos de alegría, con una gran esperanza, con una ilusión infinita, con una ternura inmensa de dar de nosotros lo mejor porque ese mejor viene del Señor y tenemos que saberlo apreciar.

Debemos distinguir el bien y el mal para no pecar, para no ofender a mi Señor.  Es por ello, que yo amor el santo temor de Dios, un don maravilloso; no es el temor de que me castigue, no, es el temor de no ofenderlo. Tenemos que pensar ello muy bien; este don cicatriza nuestras heridas, fortalece nuestro corazón, lo enciende de amor con la llama y el fuego de Jesús para ayudarnos a vivir realmente el Evangelio.  Es por ello, os lo recomiendo: el santo temor de Dios, no de un castigo, sino de no ofenderlo porque ofender a nuestro Padre cuesta mucho.

Hay que evitar riesgos y, por lo tanto, debemos ser humildes acatando la Ley de los mandamientos, la Ley de Dios, especialmente vivir el Evangelio.

Estos son los días de la evangelización en el mundo; estoy viendo que nuestra Iglesia se está movilizando. Cuántas comunidades religiosas están naciendo y cuántas sociedades se están estableciendo en el mundo, personas y que buscan al Señor, que buscan a María para poder convivir entre hermanos en la oración, llevando una vida acorde con esos mandamientos de la Ley de Dios.

Hay el mal, mucho mal, pero hay mucho bien, yo conozco mucho bien.  He visto personas renunciar a todo para seguir a mi Señor; cuántos jóvenes se están salvando. Yo no diría que se están perdiendo todos, pero hay quienes declinan  en el camino, se cansan, pero el Señor les está dando la fortaleza para seguir el camino que los conduzca al Monte Sion.

Buenos, hermanos, pudiese extenderme, pero sé que ya se avecina la hora de la Santa Misa y debo finalizar, pero antes quiero recomendarles: La oración es el puntal de luz que ilumina nuestros corazones, nuestra mente, nuestra vida y debemos ser puntales de luz.  Al decir puntales de luz, quiero decir, almas que están presentes, a la orden cuando el Señor nos llame a la oración en la noche, en el día, en la calle, en el trabajo; una oración perenne, nuestra mente debe estar velando y nuestro corazón al servicio de una Iglesia., al servicio de esa piedra y fundamento de San Pedro apóstol en su representante el Santo Padre, Juan Pablo II que está dando su vida, entregándola totalmente al servicio de la humanidad y todo ello con humildad, con sencillez, con un amor infinito y con la ternura de su mirada, cómo extiende sus brazos a los niños, a las personas y les da una mirada, una sonrisa.

¡Qué hermosa vida la suya!  En medio de tantos sufrimientos, pero él se siente feliz sirviendo al Señor.  Se siente feliz de su sufrimiento porque está salvando muchas almas, muchísimas almas, miles de almas, quizás millones de almas con su oración, con su sacrificio, con su entrega y con su perdón continuo a los que lo hayan ofendido y lo están ofendiendo.  Ello es bastante, ello es mucho y ese mucho es Dios, Dios que le acompaña, Dios que lo ama y que lo escogió para sentarlo en la Cátedra de Pietro para darse como holocausto de amor a los fieles que humildemente acudieron a su llamado.

He aquí, pues, la hermosura de nuestra Iglesia, la fe viviente del Papa que se levanta para afianzarnos y ayudarnos en todo momento con su oración, con su sacrificio y especialmente yendo de un lugar a otro para dar luz a las tinieblas que rodea los pueblos donde hay contaminación del pecado.

Entonces, hermanos, vamos a unirnos, vamos realmente en este momento a pedirle a mi Señor que se haga sentir en nuestros corazones, en nuestras almas y en nuestros pensamientos; pensamientos de serenidad, de paz, de armonía y de identificación con todos nuestros hermanos del mundo.

Estoy agradecida, muy agradecida de esta ciudad, de todos vosotros que me hayan invitado.  En un principio cuando recibiera sus cartas, no lo sé, no sabía si aceptarla.  Por supuesto, en el fondo sí, pero no conocía el ambiente, pero ahora que he estado aquí he sentido calor humano, frescura, paz, serenidad y una alegría íntima en el corazón de que hay almas buenas y de que hay almas conscientes que están buscando a su Dios y que están sirviendo.

Esta comunidad de María, esta misión hermosa que tenéis aquí es misión realmente que llega al corazón porque todos están sirviéndose el uno al otro, y yo aprecio mucho el servicio.  Servir y no ser servido, dar de ti lo que tienes, mucho amor, mucho cariño y sinceridad; es la sinceridad lo que más ama el Señor: un ser que se entrega, que se da y recibe a todos no importa como vengan o de donde lleguen, lo importante es abrirle los brazos y consolar sus almas si están tristes, atribulados o enfermos, pero darles ánimo.

Se puede hacer tanto en la vida, tanto se puede dar, que si nos pusiésemos a pensar en ello podríamos darnos en continuación a todos cuantos nos pidiesen una palabra de consuelo o esperanza para el corazón.  Es por ello, demos de nosotros lo mejor con mucha ternura y con el conocimiento divino que Dios nos transmita para poder ayudar a quienes nos necesiten.

Y ahora, un momento de completo silencio, de recogimiento especialmente los enfermos, los que tengan alguna preocupación, alguna pena o quebranto, alguna desilusión o que no tengan trabajo; todos aquellos que necesiten realmente la gracia del Señor y su Madre.

“En el Nombre de mi Padre, Yo los bendigo, hijos míos;

en el nombre de mi Madre, Yo les curo del cuerpo y del alma

y les guardo aquí en mi Corazón, les guardaré, les guardaré, les guardaré aquí en mi Corazón desde hoy y para siempre.”

Que la paz sea como vosotros y que la Luz del Espíritu Santo ilumine sus almas.  Están en paz y en armonía con el mundo entero.

Y ahora, tranquilos y serenos, alegres y felices aquellos que hayan venido con buena voluntad y con deseos de recibir en su corazón a Jesús, el Corazón vivo de Jesús y al Corazón Inmaculado de María, los Corazones que llenan los vacíos de los que se sienten muy solos.  Llenad sus corazones, fortaleceos y pensad: El Señor convive entre nosotros, el Señor convive entre nosotros, el Señor convive entre nosotros y podemos recibirlo todos los días: su Cuerpo Sacrosanto, su Cuerpo Bendito, su Hostia Santa Inmaculada.  Hoy lo vamos a recibir y será como nuestra Primera Comunión y de manos de Su Excelencia, el Señor Obispo.

Y ahora, gracias, gracias a todos, gracias hermanos.  Que Dios nos guarde a todos.